Expansión · 11 de febrero de 2014

Miren, el valor de un poema es cero. Cero cuando se empieza, cero cuando se termina y, después, en función de lo que pase, de cero a infinito, siempre que no se olvide lo que dijo el gran republicano sobre valor y precio, porque si se trata de precio, las cuentas cambian: de cero a infinito en lo que cuesta y de cero a cero en lo que cobra.

No huyan tan deprisa, que no es lo que parece.

Se ha dicho que un poema es un proyectil, cosa que se lanza; cosa que no siempre busca un objetivo, pero cosa que siempre pretende llegar. Pues bien, un poema no llega (no por su propio impulso); tampoco cien, mil, es lo mismo, no importa si equivalen a una biblioteca de prosa en caracteres o cubren la distancia que separa Madrid y Moscú.

Aguanten un rato, joder.

Si todos los que admiran un poema se pusieran en fila, cubrirían bastante más que la distancia mencionada (¿Una vuelta al mundo? Vale, pongamos una vuelta). Si sólo se pusieran en fila los que creen que el mejor de los poemas no es menos que la mejor manifestación del resto de las manifestaciones de la palabra, la fila no saldría de Madrid.

¿Lo van pillando?

Un poema tiene tan poco público y tanto público lo considera indiscutiblemente poco que, para llegar, no digo ya para indemnizar al malparido que lo creó, necesita que el lector se le meta dentro y se lo lleve de piel a vivir, a morir o a lo que sea.

Igual que una causa.


Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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