Madera vieja · 19 de noviembre de 2015

Un cuadro, casi al final de la Calle de la Pasa. Sobre la imagen, que es de edificios bajos y travesía de piedra por donde se aleja una mujer, han derramado pintura como sangre; pero de color añil, quizá para no romper el equilibrio de sus tonos, que son de mañana mediterránea: podría ser Grecia, Marruecos, Líbano, la antigua Yugoslavia, Túnez, Portugal y, sin duda, Italia o España, incluida la Castilla de mis mayores, la de la antigua Taifa de Toledo. La sangre lo corta por la mitad, en un parteluz con dos hojas donde han escrito, respectivamente, «Siria» y «No a la guerra». Aún está fresca. Supera el marco y forma un reguero que intenta huir hacia Puerta Cerrada y fracasa, porque su densidad se lo impide.

Son más o menos las diez de una noche de noviembre que ya barrunta el frío. Arriba, junto al Mercado de San Miguel, arde un contenedor que algunos miran con recelo y otros con curiosidad. Insinúa revuelta, y no en cualquier parte. Madrid nació a pocos metros, detrás de Mayor. Ahora sabemos que fue asentamiento visigodo y, si lo fue, siempre habrá un motivo para pensar que fue romano; pero su fundador oficial, el que dicta la palabra escrita, se llamaba Mohamed y era hijo de Abderramán II, emir de la dinastía de los Omeyas y, en consecuencia, de origen sirio. Por supuesto, es improbable que sea un conato de metáfora. El fuego, la historia y la sangre añil tienen la desfachatez de la ignorancia lanzada como dados en una mesa que da en todo caso sus propios sonidos, lo que su madera puede ofrecer. Y ésta es madera vieja, con ataujía de Damasco.


Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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