La llamada · 28 de enero de 2016

Esta noche van a venir. Tienen que, por mucho que diga el indio de la tienda que, en este barrio y estos casos —de inmigrantes, distintos, apartados, escondidos— no vienen nunca. La cosa empezó por querer algo para la cena. Cuando llegamos, hay tres hombres de pie y un cuarto sentado en el umbral, con aspecto de estar enfermo. «¿Qué le pasa?». Se lleva una mano al corazón y afirma que le cuesta respirar. «¿Han llamado a urgencias?». Los que están de pie responden en bengalí y castellano cogido por los pelos. Menos mal que existen las manos y los ojos, los gestos y las miradas.

Todo tiende al no vendrán y, sobre todo, al miedo a que vengan y les pidan los papeles. Pero el enfermo no mejora, así que llamamos. Y pasan cinco, diez, quince minutos, fría vigilia de temperatura y calle. Y pasan veinte, sirenas lejanas en otra dirección. «¿Cómo es posible?». Uno de los hombres se va por lo que pueda ocurrir. «¿Dónde está la policía?». Esto es el paraíso de las redadas, y de las filas y filas de antidisturbios por concentraciones de veinte personas. «¿Dónde se han metido?». En los huecos del adoquinado, el agua se empieza a congelar. En el hueco del cielo, ni una nube. Ya han pasado veinticinco minutos cuando llamamos de nuevo. Esta noche van a venir. Tienen que.


Madrid, invierno.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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