Camaradas · 15 de febrero de 2017

Son tres, y vienen gamberreando desde Mesón de Paredes. Tacones casi de aguja, medias de rejilla, faldas a medio muslo y minusculeces sin mangas y enseñando ombligo, limitados los colores a una estrella roja y el negro de su exigua vestimenta. La cuestión: que no es julio, sino febrero, y la temperatura nocturna roza los 0 grados. La cuestión: que hasta de lejos, mucho antes de oírlas, las sé de casa. Y lo son (del norte de Inglaterra, segundo hogar). Y están en el Metro cuando bajo (en dirección Vallecas, primer hogar). Y casi todos los de mi andén, que es casa y dirección contraria, flipan.

No sé que les turba más, si el hecho de que tres mujeres vayan de boda o bautizo putón en noche gélida o el hecho de que se hayan bebido siete bares y ni siquiera se tambaleen, pero es obvio que flipan (deseo, repulsa, cachondeo y envidia cochina, de todo hay). En determinado momento, una lanza un gapo a las vías —para horror de la mayoría social, tan sensible—, y las otras ríen a carcajada limpia como soldados republicanos que han visto mucho. ¿Debo explicar mi alivio? Mejor, ni lo intento. Pero, si no fuera porque soy un tío y me tomarían por un ligón (la vida es así de tonta), cruzaría por las vías, soltaría algún fucking hell y les daría un abrazo. Siempre he creído que hay que saludar a los camaradas, y tanto más cuando te sacan de este andén y este país.

Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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