Te lo dije · 1 de marzo de 2017

No lo suelo decir. Venga ya, no lo digo. Pero te castigan como si lo hubieras dicho, porque un «te lo dije» tiene voz propia; se apoya en el malestar o el rencor de quien mete la gamba hasta la bragadura y suena a lo grande aunque no se pronuncie ni una vez. Es un maremoto, un terremoto, una sinfonía de la naturaleza. Alguien va por ahí, pegándose estacazos contra todos los muros y se fija en alguien que se pega poco o nada: tres de cada tres veces, la inmunidad del segundo será un «te lo dije» para el primero. Desde ese punto de vista, decir «te lo dije» o no decir «te lo dije» es irrelevante. Funciona igual.

Aclarado esto, queda una cuestión de interés; por lo menos, para la desgraciada especie de personas que intentan usar el cerebro, ver por dónde caminan y aprender las lecciones de los «te lo dije», lo cual las condena —es casi inevitable— a ser un «te lo dije» implícito o explícito: ¿hay algún lugar donde vendan armaduras contra el montón de zoquetes, fanáticos y paranoicos vengativos que viven constantemente en el error y, en consecuencia, se sienten diana vitalicia de cualquier «te lo dije» que ande suelto? Con las tallas actuales, la mía es una L. Y doy también mi número de pie (45, antes 44) por si cae la breva de unas buenas botas.


Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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