Cazadora · 24 de mayo de 2017

La dama que se acerca por los primeros grados del tercer cuadrante lleva todas las velas desplegadas. Es Carmen, de noche (la plaza, no la calle), y está en silencio hasta que lo deja de estar («¿quieres venir conmigo?»). Robándome el viento, me desoye una vez («no, gracias»), me desoye dos veces («no, gracias») y desviste la frase hasta dejar sólo el pronombre («¿conmigo?»). Ya en oeste-sudoeste, su tono refleja el ronco rumor de rehala que suena por el Norte, en la calle que se ve al final del paso. Podencos y mastines en ella; podencos y mastines («no, gracias») en mí.

La gente de Eolo habla mucho en los estrechos de Gran Vía, y a estas horas (casi de nadie), casi hablan solos: los cuatro mayores (hijos de Astreo y Eos) y los cuatro menores (demonios de Tifón). La dama lo sabe, pero huye como si hubiera pensado que el rumor no es de Libis (con quien quizá podría entenderse), sino de la diosa que llegó a finales de invierno y se encaramó al 31 con sus canes, su arco y las dos viejas cúpulas que alguien (malamente) había quitado y alguien (buenamente) ha devuelto. Por lo que pude averiguar, es obra de la escultora Natividad Sánchez Fernández; por lo que toca aquí, es la Diana real de nuestros mitos fundadores, base de todo lo que se ve y del azoramiento transitorio de una prostituta, a quien deseo más suerte en su próximo abordaje.

Cruzo, me oculto en las sombras (para ahorrarme más ofertas) y miro a la áurea y desnuda cazadora que ha sumado la jauría del cielo a las jaurías del bosque. De vuelta en el barrio (con Libis fingiendo ser Coro), sorpresa: «¿Quieres venir conmigo?». El «no, gracias» de mis labios (que no se llegan a mover) se ahoga contra la altísima Wonder Woman que aparece de repente en la esquina de Bilbao. Si no recuerdo mal, es de Temiscira (donde la amazona Antíope se encaprichó de Teseo) y se llama, por supuesto, Diana.


Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/