Principio · 3 de enero de 2018

1 de enero (madrugada). Si yo fuera el chaval de la esquina de Tirso o la mujer de la esquina de Sol —de pie uno, sentada otra— no pensaría: «hace poco frío para estas fechas, o a mí me lo parece». Están lógicamente helados. Llevan varias horas en la calle, vendiendo cervezas para ganarse la vida, y no se la ganan. Hay más como ellos en el camino a casa; nos saludamos, hablamos un poco. El chico que dormía en la entrada de Fuencarral, con un vaso de plástico junto a la manta, ha desaparecido; pero las monedas que iban a terminar en él acaban en otro recipiente, éste de un viejo. Es la cuarta hora del año 2018, que viene con luna llena.

1 de enero (mañana). Junto al café, una pantalla y, en la pantalla, un periódico que no abre con la crónica de sucesos de todos los días. Esto no es El Caso redivivo; no es la ramplona y siempre exitosa estrategia de alimentar temores, desviar la atención de lo importante y, en última instancia, endurecer el Código Penal. Sólo es política y economía, aunque el entrevistado —Joseph Stiglitz— lo estropea pronto: Trump, Trump, Trump en alfa y omega, como si el actual presidente de los EEUU fuera el primer y último paso de un proceso del que no se sabía nada hasta ahora; pero es un proceso viejo, con hilos de los que cualquiera puede tirar. Por ejemplo: para llegar a un Trump, hay que pasar por personas como Obama, Bush y Bill Clinton, del que Stiglitz fue colaborador (1995-1997). Por ejemplo: para llegar a un Trump, hay que pasar por instituciones como el FMI, la UE y el Banco Mundial, del que Stiglitz fue vicepresidente y economista jefe (1997-2000). De hecho, Stiglitz está tan cerca del origen del problema como el derechista neoyorquino. Su familia política, la socialdemócrata, ha sido y sigue siendo coautora de este destrozo y coartada de los que quieren que el capitalismo dure 1000 años. Te daremos miguitas, les dicen; aguanta y verás. Y la gente aguanta. Y la gente muere.

1 de enero (tarde). La nota que estoy leyendo se publicó el 30 de diciembre en un medio estadounidense, y me la volveré a encontrar el día 2 en un medio español, reconstruida y firmada por otro. No es lo peor que he visto en el negocio de la palabra —está razonablemente disimulado—, pero me pregunto cuántos más se habrán dado cuenta. ¿Tantos como los que pasan por delante de los excluidos y hacen caso omiso? ¿Tantos como esa izquierda que no quiere ver lo de la familia de Stiglitz porque vive de ella o porque no busca, no quiere o no sabe que necesita otra cosa? Claro que no; es una triste nota de cultura, que encima no lleva vídeos ni términos como amor, heteronomía y cabra. Además, tampoco pasaría nada si lo hubieran visto diez millones. Lo bueno de convertir a todo quisque a la religión pequeñoburguesa es que ya no tienes que tapar la realidad. Narciso triunfa, y sólo quiere un espejo.

1 de enero (noche). Tal día como hoy, pero de 1937, la prensa leal informaba de la creación de las tarjetas infantiles, para que los niños evacuados de los frentes de Madrid y otras zonas se pudieran comunicar gratuitamente con sus padres. Las tarjetas llevaban un dibujo a tricromía y, en algunos casos, un detalle literario: los versos que Antonio Machado, incansable en su defensa de la República, se había encargado de escribir. Ochenta y un años después, recito uno al hijo de un ilegal: «Siempre el mundo viejo/—trabajo y fatiga—/ lo salva el niño con sus ojos nuevos». Francamente, no creo que el mundo viejo se pueda salvar con los ojos de nadie, por joven que sea; pero es verdad que los ojos nuevos son un principio, y eso está bien.


Madrid, otro año.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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