Verano español · 12 de abril de 2018

Cuenta Nordahl Grieg que, en octubre de 1936, cuando las cancillerías de Berlín y Roma daban por sentado que Franco entraría rápidamente en Madrid, setenta reaccionarios entre los que había «aristócratas, curas y grandes hombres de negocios» se ocultaron en la legación noruega, convencidos de que su aventura sería breve. No era una situación excepcional; la mayoría de los países apoyaba el fascismo o miraba hacia otro lado, apoyándolo de facto (Gran Bretaña) o curándose en salud (Francia) y muchas embajadas subvirtieron el concepto de refugiado por el procedimiento de convertirse en refugio y base de operaciones de la quinta columna. Sin embargo, Madrid no cayó y, como tampoco quiso caer al año siguiente, los habitantes de los edificios de la embajada —ya ochocientos, sin contar cuarenta vacas lecheras— se vieron en la obligación de organizarse.

En palabras de Grieg, la solución de aquellos burgueses fue establecer «una sociedad archicomunista», hasta el punto de que «en ningún otro lugar de España, y probablemente tampoco del resto del mundo» se daba «semejante nivel de justicia social». La relativa escasez que sufrían, cercana al lujo en comparación con los millones de personas del exterior, los había llevado a tomar un rumbo contrario entre cuatro paredes al que ellos mismos habían tomado en la política europea, aunque por el mismo motivo, el miedo a la revolución. Combatían a un enemigo que nunca había llegado tan lejos y, mientras ellos lo combatían, horadando la resistencia republicana desde un colectivismo obligado, sus socios de las democracias burguesas daban la espalda a la II República en el prólogo de la II Guerra Mundial y se condenaban inevitablemente a un horror que aquí tendría cuarenta años de eco político y muchos más de efectos culturales, gracias también a esas democracias.

Nordahl Grieg, que viajó a España para asistir al II Congreso Internacional de Escritores para la defensa de la cultura, no llegó a ver lo que Albert Camus definió como «la injusticia triunfante de la historia», refiriéndose al olvido de nuestro país en 1945. El avión en el que viajaba en calidad de corresponsal de guerra fue derribado en Alemania el 2 de diciembre de 1943, y el recuerdo del poeta, dramaturgo y novelista escandinavo que había sufrido los bombardeos italianos de Valencia, el sitio de Madrid y la batalla de Brunete, desapareció como tantos en el relato de la nueva España hasta que Aku Estebaranz y Ainhoa Zufriategui (editorial Arqueología de Imágenes) lo rescataron hace unos meses con la edición de Verano español, crónica periodística de un pueblo en general y de unos hombres y mujeres en particular que aún creían en la victoria. Era 1937. La República había resistido y, además de resistir, pasaba a la ofensiva.

Todos o casi todos los protagonistas de aquella época están muertos; pero una tarde, tras un ataque de la artillería fascista, Grieg miró a Ludwig Renn, escritor alemán y miembro del Estado Mayor de la 35ª División y, al verlo «a descubierto contra un cielo azul», pensó «en contra de toda racionalidad» que ese tipo de personas «no puede morir». Soldados españoles y de las Brigadas Internacionales, una población aferrada obstinadamente a la vida y, en tal contexto, Modesto, Miaja, Bergamín, Kolstov, Líster, Lise Lindbeck, El Campesino y Dolores Ibarruri, Mariana Pineda en un teatro, Tres lanceros bengalíes en un cine, los cuadros del Escorial, las salas vacías del Museo del Prado, Tetuán en ruinas, trincheras, «construcciones de ladrillo» que protegían «ninfas de piedra y poetas de bronce». ¿Tenía razón el autor noruego? Sólo si nuestra memoria está a la altura.


Madrid, abril.



Ficha técnica:

Verano español, de Nordahl Grieg.
Editorial Arqueología de Imágenes (Segovia).
Traducción al castellano de Cristina Gómez-Baggethun,
Introducción de Emilio Silva (ARMH).




— Jesús Gómez Gutiérrez


Si les gusta lo que leen


/