Algo · 13 de marzo de 2014

Como A encontró a B y viceversa, aprendió algo que no habría aprendido si no lo hubiera encontrado y, al aprenderlo, se le encendió una luz. La historia tiene su miga, porque explica cosas; hasta en lo social, por ejemplo: suele ocurrir que, si se rasca un poco en hechos aparentemente colectivos o incluso en hechos que terminaron siendo indiscutiblemente colectivos, se descubre que todo empezó porque A encontró a B y viceversa y que si A no hubiera encontrado a B y viceversa no habría saltado ni una chispa por mucho que insistieran los contextos, las determinaciones, las circunstancias y los circunstancios, de donde se deduce una ley que la ignorancia se pasa por el forro, a saber, que no hay sistema bueno ni puede llegar a nada grande si impide, dificulta o simplemente no facilita que A encuentre a B y viceversa y se encienda una luz.

Pero yo no he venido a hablar de política, sino a contar un cuento.

Como A encontró a B y viceversa, aprendió algo que no habría aprendido si no lo hubiera encontrado y, al aprenderlo, se le encendió una luz. Era una luz importante; no bonita, pero desde luego importante, de las que iluminan tela si se las deja en paz. Y como A y B o viceversa eran buena gente, invitaron a más gente a disfrutar de la luz. ¡Joder qué bien, qué guay, esto es lo nunca visto! ¡Por fin algo útil! ¿Útil? Ah, compadre, ya la habéis liado. Del duermevela acérrimo de los trepas y vividores salieron una trepa y un vividor que, tras asegurarse la mayoría, dijeron: ¡Aquí falta democracia! ¡Marchando una asamblea! Y todo fue de lo más democrático, si la democracia es esencia una cuestión de cantidad. Ganaron la votación y se quedaron con la luz, que llevaron a Palacio para que les nombraran, respectivamente, iluminadora oficial del pueblo y gran maestre de antorchas, velas y faroles. En la fachada de A y B, algo deprimidos, han pintado esto: «Casa de dos oscurantistas. Mal rayo les parta.»


Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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