Revelación · 6 de abril de 2017

«Pues claro que lo has visto —dice divinísima, y abre los brazos—. Mira otra vez.» Y el hombre mira, fingiendo no estar cohibido por la presencia de una diosa ni preocupado por la terrible posibilidad de que pregunte: «¿Sabes quién soy?». No lo sabe. Se jacta de conocer todos los nombres de la gran familia olímpica, pero esto es un follón; se han presentado juntos, se han tirado en el césped y se han puesto a fumar y beber hasta que una se ha levantado, se ha subido a un pedestal —tras tirar al rey visigodo que lo ocupaba— y ha contestado en voz alta a un pensamiento del caballero, que más o menos decía así: «Creo que ya había visto esto». ¿Cómo no va a olvidar su nombre? Menudo susto. Además, los dioses no aparecen siempre con sus galas clásicas. Esta, por ejemplo, lleva unos vaqueros tan ceñidos que se le marca la rayita y, mientras clava en él sus verdes-verdes ojos («¿Recuerdas este verde? Es el del Tajo al pasar por donde sabes»), tararea la vieja canción de Leño que corresponde a su pelo azul y al imperdible o dos que lleva en la chupa.

El hombre mira otra vez. Es un día precioso, la verdad; esa luz, ese cielo, esas montañas al fondo. «¡No jodas!» —grita—, y la diosa declama algo calentorro y soez que él desestima con un chasquido de lengua. Por supuesto que lo ha visto: «Es el pasado». El mismo ir a ninguna parte, la misma masa dócil y melancólica de aquella dictadura y el mismo mundo de nada y nada, con la diferencia de que el mundo de entonces tenía revoluciones y pescado sin contaminar. «Bien dicho —sigue divinísima, saltando al suelo—, pero yo no mencionaría el pescado, sino el Sol. ¿Cuántas horas te ponías al sol cuando eras niño? Ahora te pones cinco minutos y se te muere la piel.» Y el hombre sacude la cabeza. Y piensa en Marx y Twain por aquello de la repetición y las rimas de la historia, respectivamente. Y dice con retintín: «No necesito revelaciones, sino dinero». MAL, MAL, MAL, pobretón. La luz se enturbia, el cielo se oscurece y las montañas se vuelven rojas porque siempre se vuelven rojas a estas horas, que son las del ocaso. «Como la próxima vez no recuerdes mi nombre, te llevo conmigo.» Después, le da dos besos y se larga con los otros. Vale.


Madrid, abril.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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