Arte · 30 de abril de 2012

Cuando la tercera llamada telefónica interrumpió la conversación y Jaime se disculpó por tercera vez, Ana alcanzó la bolsita de azúcar, la rompió lentamente por la mitad y contempló las dos cascadas de granos blancos que cayeron en la taza. Era una pena. Del Jaime antiguo sólo quedaban destellos en la noche y restos de humor. Había conseguido lo que quería; después de muchos años de trabajo, estaba en la cumbre.

Movió el café y sacó la cuchara. Su boca susurró un «felicidades» triste que unos segundos antes habría tenido un poso de amargura. Jaime no lo notó. Siguió hablando y ganándose a pulso lo que se estuviera ganando a pulso esa noche, porque la gente como Jaime no llegaba tan lejos sin buenas muñecas; primero debían suplir las carencias de su origen y luego, en el caso extraordinario de que lo consiguieran, abrirse paso entre los que habían nacido con la baraja en la manga. Ana podría haber escrito un libro al respecto. Por eso se sentía orgullosa de él.

Devolvió la cuchara a la taza, se levantó y alcanzó el abrigo. Incluso entonces, quiso pensar que en algún lugar de aquel hombre telefónico había sobrevivido el chico solitario, de un barrio de inmigrantes, que pintaba en cartulinas y soñaba con hacer la revolución. Pero si era verdad, si había sobrevivido, toda su atención estaba en sus cuadros. Y un arte tan interior no hacía amante hacia afuera. Ni siquiera servía para oír la puerta de un bar.

Madrid, abril.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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