85 años · 13 de abril de 2016

Ochenta y cinco años ya, y sin nada en el ambiente que no indique ochenta y cinco más. Hacer República es como cualquier otra cosa; consiste en marcarse el objetivo y luchar por él. Pero los hechos demuestran que en esta España no hay, no hoy, ninguna intención de ser ambicioso. Los objetivos no son de fiar; cuestan, duelen y, si son demasiado altos, pueden llevar a sitios tan escasamente apetecibles como la cárcel, por donde pasó la plana mayor de los padres y madres del 14 de abril o, peor aún, a fantasías tan dudosas y amenazadoras como el futuro.

Además, ¿quién quiere el futuro pudiendo reformar el pasado? La injusticia, la pobreza, la desigualdad y la ignorancia han desaparecido de la faz de la Tierra a base de ser pacientes y de trabajar dentro de una de las máquinas más rancias y antiguas de todas: el Capital. Y si el Capital es reformable, ¿cómo no lo va a ser la monarquía, que no llega ni a condición necesaria de éste? Los reyes pueden ser buenos, morales, probos, hasta simpáticos. A cambio de la corona, símbolo sin importancia que no tiene consecuencia alguna en la cultura del país, son capaces de aceptar refrescos y centros de flores en cada mesa. Sólo hay que defender su Parlamento, obedecer sus leyes, difundir sus convenciones. Nada que, por otra parte, no se pueda combinar con agitar la tricolor una vez al año.

Un tal Max, hijo literario del último de nuestros grandes subversivos —con permiso de Buñuel—, dijo: «El sentido trágico de la vida española sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada». Y en eso estamos, ochenta y cinco años después de la proclamación de la II República y ochenta años después de la muerte de Valle-Inclán y el principio de la mal llamada «guerra civil».


Madrid, Callejón del Gato.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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