Menudo cambio · 20 de febrero de 2017

No sé a qué viene tanto ruido: que si tú eres la izquierda gruñona y tú la atontada, que si tú eres la izquierda decrépita y tú la infantil. Pero ninguna es izquierda. O lo es y, entonces, «izquierda» no significa nada, porque el plan de los unos y los otros es tan sistémico como la corona de un borbón. Quieren cambiar España, dicen; menudo cambio: en los ayuntamientos, carteles de colores contra la suciedad y encuestas populares para elegir entre parterres; en el Estado, promesas de empleo y servicios públicos que, por supuesto, están sometidas a cosillas como el pago de la deuda, el cumplimiento de todos los tratados económicos, políticos y militares firmados por el régimen y la obediencia debida a la Justicia de ese mismo régimen. Es lo que pasa cuando no quieres romper platos: que acabas de Fukuyama, asumiendo el «fin de la historia» mientras el capitalismo la destruye, acelera, trastoca, ralentiza y reinventa una y otra vez.

Europa no se ha llenado de ultranacionalistas por casualidad. No se puede engañar a todo el mundo eternamente, como intenta esa izquierda que sólo sirve para poner flores en las cárceles y añadir eufemismos al diccionario; pero la salida más fácil de una mentira no es la verdad, sino otra mentira, así que millones y millones de personas han dicho «de perdidos al río» y se han lanzado de cabeza a una zanja. Ahora bien, si alguien los toma por idiotas, es idiota y medio. No es una zanja del montón; está pegada a los cimientos de las estructuras que los esclavizan, desde la UE de la moneda única hasta la globalización neoliberal. Un golpe y temblarán; otro golpe, y quizá se hundan: una de las consigas que la izquierda política estaría pronunciando si no se hubiera pasado entera y verdadera a la socialdemocracia. Como liquidadores, no tienen precio; ni como hipócritas, porque muchos de ellos admiten secretamente la utilidad de que los charlatanes del Antiguo Régimen les hagan el trabajo sucio.

Mientras tanto, la base social de la izquierda española se sienta a esperar las siguientes elecciones para asaltar «los cielos» con ayuda de los duendes o con la tercera pata de la socialdemocracia, que fue la primera durante décadas y puede que lo vuelva a ser. Ancianos, jóvenes y adultos impregnados de cultura franquista (no des un paso adelante, no te sindiques, no te organices, no te rebeles) y decididos a girar en el más suicida de los círculos viciosos, como si tuviéramos varias vidas que perder y ninguna intención de ganar ninguna. Al final, ése es el gran problema. Aunque también es cierto que la indolencia no está exenta de premio: esta vez no nos pillarán como en el 36, cuando el valor de unos ciudadanos muy diferentes nos puso en la vanguardia de otro momento crítico. Y el mundo —excepción hecha de México y la URSS— los dejó solos.


Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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