El rumor · 2 de noviembre de 2011

Se puede entender que nuestros gobernantes deploren la democracia participativa de Habermas; implica factores tan peligrosos como una opinión pública formada y relativamente racional, medios de calidad y relativamente libres y vías de comunicación en los tres poderes para que los ciudadanos puedan participar e intervenir en la toma de decisiones. Se puede entender que su concepto de la democracia esté más cerca de la democracia de líderes de Weber y de la democracia como mercado de Schumpeter. Y hasta se puede entender que desprecien al Tocqueville que alertaba sobre el despotismo de las mayorías.

Todo eso se puede entender. Quieren que todo siga igual, con la participación constreñida en el voto cada cuatro o cinco años y dirigida por un entramado de periódicos y cadenas de televisión dedicado a alimentar la ignorancia. Pero este martes han ido demasiado lejos. Con su crítica al referéndum convocado por Papandreu han retrocedido hasta Madison, cuyo concepto de la democracia se limitaba a «una sociedad formada por un reducido número de ciudadanos que se reúnen y administran personalmente el gobierno». Otro escalón y estaremos en la «aristocracia de oradores, interrumpida a veces por la monarquía temporal de un orador» de la que hablaba Hobbes en sus Elementos del derecho natural y político. Dos escalones y habremos llegado al Antiguo Régimen.

Evidentemente, la democracia pesa tanto en el arrebato participativo de Papandreu como en la recaída dictatorial de sus congéneres de la UE. En el empeño por determinar el marco económico de la Unión a espaldas de los europeos y en connivencia con instituciones que no están sujetas a ningún control democrático, nuestros gobernantes tienden a olvidar que han desactivado a parte de la ciudadanía, pero no al público. Por extraño que les parezca, el público sigue ahí. Gritan que la democracia no importa y el público oye. Si insisten, descubrirán que su peor enemigo no está en las filas de los que pretendemos que la democracia vuelva al Foro, sino en el rumor que se extiende por la grada y que terminará por pedir, en coherencia con el espectáculo, su sangre.

Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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