Sudor · 3 de agosto de 2013

Diez minutos. Bueno, diez que son cuando la pantalla da el tiempo que falta hasta el tren siguiente, porque para entonces ya van cinco. Hace mucho calor. Los andenes se van llenando poco a poco, con gente que aparece echando el bofe por las escaleras, temiendo ese momento sublime de llegar un segundo después de que se cierren las puertas y el Metro arranque y te quedes allí a la una y cuarto, directo no a un 10+5, sino quizás a un 15+5 o a un te vas a pata porque ya no hay más.

En las pantallas, por encima de los litros de sudor de Nosotros la plebe, aparece una sucesión de hijosá de perraó que sonríen mucho y hacen política con gran sentido de la cultura. Como suele ocurrir, me los imagino ajusticiados de cien formas distintas y, como suele ocurrir, veo muchas miradas con el mismo fondo. Extrañamente, esta noche me ha dado por pensar en la forma de desollar un conejo; así que los he desollado. Pero a los HdP les daba igual; seguían matando y destrozando la vida de millones de personas sin un puto pellejo en el cuerpo, que empezaba a ser un nuevo canon de belleza. Eso ha sido entre el minuto 5+6 o 5+7, en plena competición internacional de camisas y camisetas chorreantes.

El sudor es algo fantástico; comunicación pura. Se cuenta que Enrique III de Francia se enamoró de una dama al secarse con una camisa que ésta había dejado en un reservado. También se cuenta que los hombres de la época victoriana se metían el pañuelo en las ingles para seducir a las mujeres, y que las mujeres lo llevaban en el escote y no en las mangas por el mismo motivo. ¿Será entonces un favor de los HdP? ¿Nos quitan el aire en el Metro para que Nosotros la plebe follemos como locos? Yo creo que piensan en lo de Ovidio, por si nos da por matarnos y les ahorramos la molestia: «Ne trux caper iret in alas»; es decir, no lleves un cabrón feroz en los sobacos. Y por fin, en el 10+5, llega el tren.

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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