Ministro · 23 de septiembre de 2014

Se va un ministro del rey; un hombre que excluyó de la Justicia a los pobres, reformó el Código Penal para que ninguna protesta quede sin castigo, amagó con grabar un crucifijo en la entrepierna de las mujeres y, mucho antes, durante años, se dedicó a destruir Madrid con la ayuda de cientos de miles de supuestos progresistas, que lo encontraban culto, liberal y bueno para los negocios ladrilleros de sus muy cultas y liberales personas. En su despedida, declara que ha llegado al final de «una época fascinante», que le ha dado más de lo que él le ha dado a ella y una oportunidad poco común: la de «transformar la realidad».

Esa es toda la noticia. El hombre que, según decían, tenía madera de presidente, se va con el honor intacto, a sabiendas de que ni lo que hizo ni las consecuencias de lo que deja hecho le causarán ningún problema. ¿A qué viene entonces tanta alegría? Ni siquiera dimite por el empuje del pueblo. Ojala fuera verdad que las movilizaciones contra la ley del aborto que preparaba han causado su dimisión; pero las movilizaciones han sido, como de costumbre, demasiado débiles y discontinuas para hacer sangre. Un Gobierno que arruina la vida de millones no retrocede por unas cuantas pancartas y gritos, por muy cargados de razón que estén; ha contado los votos de su propia raíz, ha observado que no le salía a cuenta y se ha permitido el detalle de fingirse culto y liberal; dentro de un orden, por supuesto.

Cuidado con ese orden, que no termina aquí ni en lo tocante a la ley del aborto. Y cuidado con el triunfalismo. Hasta la última de las personas que se han movilizado en nuestras calles merecía ser causa de que un ministro del rey haga las maletas; pero, si queremos que la próxima vez lo sea de verdad, será mejor que aprendamos y cambiemos.


Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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