Buena pregunta · 11 de mayo de 2017

«Ciento once, ciento doce. ¿Ciento doce? —La mujer se detiene—. Ciento trece, ciento catorce, ciento quince.» El ciento quince se hace de rogar más que el ciento doce, pero el motivo está a la vista de todos: piernas viejas de cuerpo y bastón viejos. Cuando llega a la cola, recoge su bolsa de comida. «Ciento dieciséis, ciento diecisiete, ciento dieciocho.» A la derecha, un armatoste del Ayuntamiento dice Madrid te quiere y, a la izquierda, otro de la misma institución (aunque éste de pantalla) invierte sujeto y predicado entre anuncios de hamburguesas con patatas fritas: La ciudad que [tú] quieres. «Ciento diecinueve, ciento veinte, ciento veintiuno.» Son bolsas blancas, pequeñas.

Me voy en el ciento cincuenta, con la noche a pocos minutos; vuelvo de madrugada, y veo a tres chicas muy entretenidas con algo que está detrás de los contenedores, fuera de mi campo de visión. ¿Qué será? La respuesta yace junto un bordillo, a punto de caer al asfalto: un hombre que se intenta levantar, y al que me acerco mientras ellas se burlan tranquilamente del pobre infeliz. Me inclino, me intereso por su estado y lo levanto como puedo. Él asiente y afirma ser capaz de seguir de pie. «¿Seguro?», pregunto yo; «seguro», responde, y se va cojeando mientras las tres nos miran como si fuéramos los seres más despreciables de la Tierra. No son niñas, no tienen la excusa de la adolescencia, y tampoco están borrachas. Sus manos cuentan que no han trabajado jamás; su ropa cuenta que la vida les sonríe y su boca, o al menos la boca de una, me espeta a mí: «cabrón».

Rabia, pobreza, violencia contenida, lo de costumbre; vagones que serían los de hace cuarenta años si no fuera por las revoluciones que flotan en el ambiente: matar a los padres para heredar, proclamarte emperador de lo que sea y avasallar a todo el que no tenga aspecto de poder partirte la cara. A veces, algunos de los mayores que vuelven del trabajo buscan la complicidad de algún soldado y le dan conversación para que el Nuevo Lumpen de universitarios y turistas sepa que llevan escolta. Mi servicio de hoy es por una sexagenaria que se cambió de turno porque le pagaban más. Sus hijos están en paro, y les da miedo que viaje sola. Ella también tiene miedo, «¿pero qué le vamos a hacer?». Buena pregunta.


Madrid, mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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