Mundo nuevo · 17/08/2010

D., agricultor, perdió la paciencia cuando tras un año entero de recibir llamadas sorprendentemente apasionadas de mujeres completamente desconocidas, empezó a sufrir llamadas sorprendentemente violentas del mismo sector e incluso algún atentado contra lechugas, pimientos, berenjenas y tomates. Hasta entonces, no le había dado importancia; pensaba que habría algún problema en las líneas telefónicas y que lo llamaban a él por equivocación, creyendo que llamaban a otro. Si estaba de humor, escuchaba y se dejaba llevar a terrenos profundos; si no lo estaba, se las quitaba de encima con delicadeza, porque D. era un agricultor muy cortés.

Como el asunto no tenía gracia, llamó a C., un amigo que trabajaba en la compañía telefónica, y se lo contó. Mientras C. investigaba por su cuenta, D. se concentró en los ataques a las hortalizas y encontró un rastro que lo llevó hasta uno de los puestos del mercado, cuyo dueño, un viejo sordo, no fue de gran ayuda. Sí, sus lechugas, pimientos, berenjenas y tomates se vendían bien. Sí, era un negocio dudoso, de mucho trabajo y poco dinero, qué me vas a contar. Pero obviedades aparte, que siempre terminaban con D. atascado entre el orgullo por sus productos y la depresión por su escasa o nula rentabilidad, lo único que se acercó a una pista, a un indicio o a un barrunto de conjetura, como comprobaría luego, fue la mirada hambrienta que le dedicó una autoembarazable de treinta y tantos cuando el dueño del puesto dijo: «Es el agricultor, niña».

D. volvió a casa más perplejo que nunca. El contestador del telefóno tenía un par de mensajes tórridos, de desconocidas nuevas, y no menos de diez mensajes despechados, con insultos, recriminaciones y una amenaza de muerte, de desconocidas viejas. Ya estaba considerando la posibilidad de arrancar el teléfono de cuajo cuando el auricular vibró y resultó ser C., que había concluido su investigación. Por lo visto, todas las llamadas procedían de la zona y todas correspondían, hasta donde C. había podido averiguar, a números de los alrededores del mercado. «Está bien claro, D., es por tus hortalizas.» «¿Por mis hortalizas?, preguntó. «Tú no entiendes este mundo –respondió su amigo-. Ya no eres agricultor, sino artista. Lo tuyo es un problema de groupies

Madrid, agosto.


— Jesús Gómez Gutiérrez

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