Comercial · 27 de julio de 2015

Llevo la mitad de mi vida junto al Café Comercial, aunque nunca estuve entre sus clientes. Yo era más de tascas, cuando las había. Y luego más de clubs, cuando había algo parecido a buena música. Y después, en todo caso, de bares: por presupuesto y odio declarado a la petulancia, la melifluidad y la ñoñez del mundo de los pequeño burgueses, hegemónico hasta en el color de los cuartos de baño. Pero que no encajara conmigo no significa que no lo vaya a echar de menos y, por supuesto, tampoco significa que no lo necesite.

Ya no quedan demasiados cafés en Madrid. Es una de las consecuencias del modelo de ciudad que se impuso hace décadas. Ahora mismo, mientras cierra el Comercial en un extremo del barrio, se expulsa a ancianos, estudiantes y trabajadores del otro, empezando por las prostitutas. Limpiar la zona, que se dice. Asegurar la conversión de toda Malasaña, antigua Maravillas, en un decorado para ricos, es decir, un gran negocio para inmobiliarias y especuladores de la burbuja, que aquí está lejos de estallar. Y no parece que moleste. Muchos de los que hoy derraman lágrimas por el cierre de un local histórico apoyan el mantenimiento de la fiscalidad y las leyes que provocan esas situaciones. Les vendieron el cuento del capitalismo popular y, como son propietarios, bloquean la solución.

Un problema específico se puede solventar con una medida específica. Seguro que las autoridades pueden hacer algo por impedir el cierre de un café, cuyos motivos desconocemos a estas horas; pero, sean los que sean, es imposible que el centro de Madrid vuelva a ser un lugar vivo si no se cambia radicalmente la política de vivienda. ¿Quieren una ciudad? ¿O sólo quieren un cementerio ordenado, con centros comerciales y galerías de arte? Piénsenlo bien; porque, de momento, están pidiendo a gritos lo segundo.


Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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