Mañana es el mismo día · 1 de marzo de 2008

Ana —nombre ficticio, vida real— tiene algo más de veinticinco años. Se levanta a las siete y pico, coge un autobús, luego el Metro, llega dos horas después al trabajo temporal de estos días, come rápidamente en mitad de la jornada, vuelve al tajo y sale a las siete u ocho de la tarde, coge el Metro, luego el autobús, suma otras dos horas de viaje y ya. No le pagan la comida ni el transporte. En los buenos tiempos, cuando no falta el contrato de subcontrata de subcontrata de subcontrata que llaman outsourcing, gana entre doscientos y trescientos euros a la semana en una ciudad donde el precio medio del alquiler de un piso, si no se buscan lujos como cañerías que funcionen, ronda los mil.

En la categoría de los «impuestos indirectos» faltan capítulos enteros. El secreto de la paz social española, y de otros aspectos que no vienen al caso, no es nuestro Estado del bienestar paticorto y contrahecho; el secreto es la solidaridad familiar, que limita rupturas en los eslabones más débiles: jóvenes con sueldos de mierda, ancianos, parados de larga duración, incapacitados, todos condenados a depender de las familias cuando tienen la suerte de su respaldo. Es decir, la familia paga la omisión estatal. La cubre hasta donde se puede, y huelga decir que ni las deducciones fiscales son suficientes ni sirven para coser el roto que se produce en múltiples campos, desde el efecto en el consumo hasta el porcentaje de natalidad.

No sé si en el trasiego de Ana hay algún momento para la deducción perfectamente inútil, un eureka, mira tú que bien, así que no soy una hormiga más en un hormiguero absurdo sino una hormiga más en un hormiguero lógico. Sí sé, sabe, que el conocimiento de las cosas alimenta tan poco como la razón, esa habitación estrechísima que se convierte en celda cuando se tiene a destiempo. Ana no quiere estupideces: quiere un trabajo digno. Ana no quiere discursos: quiere derechos. Ana no tendrá ni lo uno ni lo otro porque no pertenece a un sector unible, movilizable, capaz de organizar un pulso y obtener concesiones. Ana está en el submundo, creciente, mayoritario en algunos segmentos, donde ni siquiera se cuenta con defensa sindical.

Ocurre que la primera persona del plural es palabra de significados muy distintos. Se apela mucho al nosotros: carroñera o estúpidamente en el nosotros del clan, de la nación, de la tradición desde cuándo y de las identidades de quién; mucho menos de lo que se debería en el nosotros real, de uno a uno, y en el nosotros de especie y de clase, por orden descendente de importancia. Porque ésta una de las definiciones seguras de la historia de la humanidad: proceso de liberación del individuo de la dictadura de lo colectivo. El corazón de la democracia no late sólo en la participación sino en el respeto de la minoría y esencialmente en la división de poderes. Y la indefensión de Ana es la ruptura de la tercera de las condiciones; en el sentido de ausencia de control del poder económico y en el sentido de ausencia o debilidad de los organismos que deberían dar respuestas. La indefensión de Ana es el sacrificio del individuo en la pira de las ventajas económicas comparativas.

(Y qué, me dice ella y digo yo. Y qué, en efecto. Despertador, autobús, Metro, trabajo, bocadillo, trabajo, Metro, autobús, fin. Mañana es el mismo día y qué coño le puede importar a Ana la crisis de la izquierda.)



Publicado originalmente en el diario La Insignia, de España.
Madrid, mayo del 2007.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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