Diana · 11 de enero de 2012

Yo sólo puedo decir lo que sé: la decisión se tomó días antes, en una plaza cercana a Cuchilleros, por cuya escalinata habían bajado tres chavales que estaban hartos de hablar. Como todos, sabían. Y si no como todos, al menos como muchos: los suficientes, pensaron ellos, para convertir la indignación general en chispa de una reacción en cadena. Los suficientes, pensaron, si dejaban de mirarse las manos, naturalmente vacías. Los suficientes, concluyeron, si asumían que la forma más sencilla de derribar un muro era tomar su símbolo.

Pero elegir el símbolo no fue fácil. Debía ser del corazón del problema y debía estar de puertas abiertas. Así que insistieron en calles y pasos hasta que, entrada la noche y ya convencidos de perseguir un imposible, se sentaron en la plaza. La diana llegó de repente, por boca del tercer chaval, único y verdadero responsable de lo que ocurrió después. Llegó clarísima. Hecha de mármol blanco y de piedra blanca. Con un patio al sur y jardines al norte y al oeste. Enorme, rectangular, casi vacía. Tan importante que nadie le daba la menor importancia. Tan simbólicamente excesiva que se pretendía museo.

En veinticuatro horas, los tres eran diez; en cuarenta y ocho, treinta; en setenta y dos, cincuenta. Para entonces, tenían cómo y cuándo y habían solucionado los aspectos logísticos, porque no se trataba de entrar, pasar el rato y salir, sino de entrar, encerrarse y permanecer. A media tarde del día elegido, una fotografía daba la vuelta al mundo: la bandera de la República había vuelto al Palacio Real de Madrid. En su interior, seiscientos chavales quemaban conexiones y teclados. En su exterior, la gente se unía, esperaba, callaba. Sólo era un jaque; quizás. Pero qué jaque.

Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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