Peineta · 8 de septiembre de 2013

Me voy a callar mi opinión sobre los que ansiaban más baldazos de dinero público al ladrillo, esta vez con la excusa de unos JJOO. Será que son banqueros y, por lo tanto, inmobiliarias. O empresarios de la construcción. O sumideros de las gotas que pierden unos y otros cuando el Estado les regala un lago. Pero callar sobre el país que hacen no es una posibilidad al alcance de todos. Téngase en cuenta que no es un país. Para seis de cada diez, es una losa en los buenos días y una picadora de carne en los menos buenos. Que obliga a gritar. O a gritar y devolver la gracia en la medida de lo posible. Y eso no es opinión, sino instinto de supervivencia.

Se elija lo que se elija, ya no hay país. Cuando millones viven entre gritos y devoluciones, no importa que sean el treinta, el cincuenta o el setenta por ciento. Tampoco importa que se resistan o se dejen caer, porque en ambos casos estarán trabajando para otro país, sin metáfora alguna: el que podría ser y desean o simplemente el de los suyos, muerta ya la esperanza de formar parte de un proyecto común. Ésa es la herencia del Reino. Su hija. Su fruto. Lo que han hecho los inquilinos de los palacios de la Moncloa y la Zarzuela. La losa o la picadora de carne a las que algunos, pocos todavía, intentamos contraponer un proyecto común radicalmente nuevo, por viejo que sea su nombre: República.

Es difícil. Tendremos que aprender que la República no se construye a la contra, sino a favor; y tendremos que romper el muro de los medios, convertidos en máquinas de destruir la cultura. Pero ese problema es independiente de esta realidad. Ya no hay país. No lo hay dentro y no lo hay fuera. Sus dueños actuales han destrozado la sociedad española al mismo tiempo que destruían las afinidades externas. Han descubierto el precio de mostrarse débil con los poderosos, feroz con los débiles y ridículo en todos los casos. Hasta el COI, bonito nido, les hace una peineta.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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