Consejo para especialistas en Oriente Medio · 20 de enero de 2008

La religión es un paréntesis, una interrupción o frase incidental que no guarda relación necesaria con el resto. Camino, me detengo un momento, sigo caminando. En una vida, esa suspensión del acto de caminar no suele tener grandes repercusiones; pocos dejan de comer o de beber por haber pensado en su dios, ni mucho menos por fundar una iglesia en los ratos libres. En la historia, sin embargo, ese instante puede significar la desaparición de, por ejemplo, dos mil años.

Las paredes de las ciudades de Roma están llenas de inscripciones. De vez en cuando se cita alguna que encaja en la extendida y falsa idea del mundo clásico como espacio solemne y alejado, incluso contrario, del presente; también se citan las que contribuyen a afianzar un aspecto determinado del humor, casi divertimentos de oratoria. Pero las hay de todo tipo, porque el grafiti no se inventó en el siglo XX. Propaganda política, insultos al vecino, típicos exabruptos de letrinalia, intercambios como la disputa de Severus y Succesus por los favores de Iris, y muchas, divertidas y sumamente explícitas referencias sexuales. Los interesados en ello deberían seguir la pista del Corpus Inscriptionum Latinarum, iniciado en Berlín (1847) por el comité de Theodor Mommsen.

Camino, me detengo un momento, sigo caminando. Cuánto tiempo hay entre las paredes de entonces y las de hoy. No llega al segundo en términos de civilización; lo justo para desarrollar tres o cuatro máquinas y asentar y democratizar el concepto romano de Derecho. Pero el reloj no opina lo mismo; nos aboca a un abismo de casi dos milenios. ¿Qué ha ocurrido? El cristianismo. Primero interrumpió la evolución cultural y científica del mundo grecorromano; después, destruyó su legado, desde la escultura hasta la medicina, desde la ingeniería hasta la literatura. En gran medida, lo sucedido en ese lapso no ha sido otra cosa que una batalla por librarnos de la secta de fanáticos. Para acabar, ¿por fin?, en el principio.

Parafraseando una de las inscripciones más famosas (y menos ofensivas para los pacatos) de Pompeya, se podría decir: me asombra, pared, que no te hundas bajo el peso de todas las tonterías que escriben en ti. El Vesubio guardó el registro para la posteridad. El cristianismo demostró que sus estupideces son bastante más pesadas y derribó las paredes o sustituyó la expresión popular por un grafiti adecuado a sus pretensiones, y del que todavía podemos gozar en catacumbas y otros centros comerciales de dios. Es cierto que, allá por el siglo XII, la secta empezó a recobrar ladrillos, esencialmente a través de traducciones del incipiente mundo árabe, todavía fiel a Grecia y a Roma. Rescató a Aristóteles, a Hipócrates, a Galeno: para convertirlos en dogma irrevocable y sujeto a sus intereses. Coqueteó con la inteligencia: para retrasar la independencia de lo político. No le hizo ascos ni a la fontanería: para monasterios y catedrales. Y así llegó el siglo XIX, el XX, incluso el XXI, y nuestras ciudades ni siquiera habían alcanzado el grado de salubridad pública de un simple campamento romano.

Agua pasada, dirán. Tal vez para la orilla europea de nuestro mar y en menor medida para todos sus hijos. Agua de hoy para los sometidos a otras sectas mediterráneas, la islámica y la judía. Pero concluyo con una categoría de inscripciones que cambió por el mismo motivo que el grafiti: los epitafios. Los romanos no eran como los actuales; no se dirigían sólo a los deudos o a la galería de una supuesta eternidad. Buscaban la atención del caminante, con saludos, censuras, enseñanzas morales, cumplidos. Hablaban de y desde la vida. Un consejo para cerrar el paréntesis.



Publicado originalmente en el diario La Insignia. España, 12 de agosto del 2006.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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