Una mañana · 1 de mayo de 2011

Podría haber sido un día decente, con fulano o mengano en la cama, algunos minutos buenos en la ducha y espacios abiertos en perspectiva. Pero no lo fue. Desde primera hora, cuando puso los pies en el suelo y caminó descalza hasta el frigorífico, tenía la angustia sin motivo de los días que empiezan así. Sacó la leche y se tomó un té. Nada. Dejó de pensar un rato. Nada. Se vistió, se calzó, se recogió el pelo con un lápiz y salió a la calle tan deprisa que olvidó las gafas de sol, todo un problema para dos ojos de color verde aguamarina en una mañana de verano sin nubes.

Justo en el piso inferior, donde el correteo de pies descalzos, la apertura y cierre del frigorífico y el proceso de tomarse el té y no pensar habían sonado a combinaciones de código Morse, un chucho de orejas largas miraba el techo. Su dueño había cogido la correa para darle un paseo y lo había llamado varias veces, pero el perro seguía con el interés hacia arriba. Harto de esperar, se acercó de mala gana, le enganchó la correa y lo arrastró por el salón y el vestíbulo antes de verse arrastrado por el pasillo exterior y la escalera.

Los ojos verdes sin gafas buscaron la sombra de los árboles; el perro y el dueño del perro salieron del edificio y buscaron el tronco de los árboles. Coincidieron en el paso de cebra.

«Buenos días.» Al oír la voz, ella giró la cabeza y vio una silueta al contraluz. Podría haber devuelto el saludo. Indudablemente lo habría devuelto si hubiera reconocido al vecino. Pero sólo vio un borrón enorme y bípedo junto a un borrón cuadrúpedo que en ese momento le lamía las pantorrillas. «¡Joder!» «Disculpe, tiene la manía de... » «¡Joder! » Él ya se llevaba una mano al bolsillo para alcanzar el pañuelo cuando ella dejó de gritar, miró al borrón más alto y le escupió a la cara. Ni siquiera supo por qué. Era la primera vez que escupía a una cara.

Durante cinco segundos, el escupitajo resbaló lentamente por la mejilla izquierda del hombre, siguiendo las arrugas de ochenta años de vida que habían terminado en una casucha de alquiler, una pensión escasa y un perro con artritis. Por lo visto, el final podía acechar en cualquier parte; se sale a dar un paseo y te mata una vecina que podría ser tu nieta.

Sacó la mano del bolsillo, miró el pañuelo de la mano y declaró: «La invito a desayunar».

Madrid, abril.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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