Vale ya · 29 de marzo de 2023

Es una noche cualquiera en una línea cualquiera. Sí, en este caso tiene la adjetivación de la madrugada del jueves y la línea roja, pero eso no cambia nada. El asunto está en que, al cabo de cinco minutos de los del Metro de Madrid, que pueden ser diez perfectamente, aparece un chico por la entrada principal del intercambiador de Sol y cruza todo el andén con su mochila a cuestas, sonriendo de oreja a oreja, feliz de qué sé yo, las luces, los raíles, los colores, la ciudad, todas esas cosas que también me enamoran a mí a estas alturas y que ya me volvían loco cuando tenía sus años: seis o siete, algo así. Le sigo con la mirada, encantado. Qué grande es el mundo con ojos limpios, y qué mágico es el cabrón entonces. Pero ¿dónde están sus padres? Los busco a la derecha y no los veo; los busco a la izquierda y tampoco. Para mi horror, las únicas personas que hemos reparado en él son una pareja jovencísima del lado Norte y, por supuesto, el que subscribe esto; los demás están a sus cosas: los teléfonos móviles, el rollo de los turistas, los teléfonos móviles, los teléfonos móviles, etc. Mi corazón se ha parado; y, en el plazo que transcurre desde la aparición del chaval hasta la localización de la madre, que extrañamente ha llegado por la entrada de Mayor, me ha chafado la noche, la semana, el mes, el año y la poca confianza que me quedaba en esta especie que sobrevive de chiripa porque de vez en cuando hay una excepción con coraje y talento que inventa brújulas, jeringuillas u obras literarias. Pero uf, no está solo; gracias. Y, a pesar de ello, renuncio al vagón que debería coger por mi salida y me subo al suyo, no sé si por asegurarme de que ésa es su madre de verdad o por ver si eso me devuelve a mi estado anterior, es decir, el de un tipo con un órgano rojizo que bombea sangre.

¿Mi estado anterior, he dicho? La madre que parió a la vida. En la estación siguiente, sube una joven de unos cincuenta y pico años que no va ni puesta ni despuesta, salvo por el pequeño detalle de su situación social, que es concretamente la de los absolutamente desposeídos, ese grupo que según los medios y las encuestas oficiales son cada vez menos aunque haya más por todas partes. Ahora sí que estoy jodido. Me ha caído de perlas a lo lejos. Todo en ella, desde sus ojos hasta su postura grita inteligencia, sensibilidad y sentido del humor. Seguro que hasta nos gusta la misma música, y no me sorprende que puentee un par de vagones para hablar sólo conmigo, porque somos grosso modo de la misma generación y sabe igual que yo que es más fácil que la escuche. Por desgracia, no llevo ni la moneda de valor más miserable, ergo le doy dos filtros, dos papeles y tabaco de liar a petición suya mientras hablamos sin hablar en uno de esos momentos raros que también tiene nuestra especie, como si hubiéramos crecido juntos o hubiéramos ido al mismo instituto. Y ya está, no hay más historia. Cuando me bajo en San Bernardo, me busca con la mirada y yo me tiento en busca del órgano que no he recuperado, porque se ve que el día viene puñetero. Se parecía mucho a mi querida y extrañada amiga María, alias Susi Underground, quien falleció hace unos meses; bueno, supongo que se seguirá pareciendo y, por la impresión que me ha dado, quiero pensar que encontrará la salida de esta inmensa mierda que algunos de ustedes llaman ‘sociedad’. Una mujer capaz de tener las manos tan sucias como ella y aparentar ser la flamante ganadora de un premio al estilo, sabe volar con un yunque atado a cada miembro. Pero coño, que es jueves; vale ya.


Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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