El vagón · 2 de julio de 2024

Hay algo raro tras las piernas, brazos, troncos, cabezas, maletas y mochilas de la manada de turistas que abarrota el vagón: un asiento libre. Si no me hubiera puesto las gafas, lo habría atribuido a las docenas de millones de palabras que se han cargado mi vista; pero el espacio está, no parece un espejismo y, además, es una buena excusa para alejarse de la incívica ganadería de este lado y probar suerte con la del otro. Total, nunca se sabe. Hasta las vacas y los bureles tienen personalidades distintas. Quién dice que las reses de allí no puedan ser lo mejor que se puede ser cuando se abandona el cercado en busca de diversión, descanso o cultura («la locura no se reconoce a sí misma», escribió Apuleyo) con plena conciencia de que el turismo de masas destruye ciudades, arrasa comunidades y expulsa a poblaciones enteras.

El asiento aparece al cabo tras las obligadas contorsiones de todo intento de pasar por intersticios. Está libre, sí y, llamativamente, sin objetos ni sustancias de aspecto ominoso que expliquen el milagro, así que acampo en él. Mis nuevos vecinos: un amante de las filípicas telefónicas y una ensimismada que se parte con un mamarracho de una conocida red social, tan despatarrada la señora que, cada vez que grazna, transmite sus ondas de choque a todas mis partes bajas. Como se ve, también hay turistas sensibles. Y ya me estoy acordando del «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer» cuando la desabrida berrea y los vivificantes temblores desaparecen con los mugidos, berridos, bufidos, resoplidos, bramidos y no pocos suspiros por las puertas que se acaban de abrir, porque el tren se ha detenido en una de las estaciones de HIC SUNT SELFIES y la tarde es joven.

De repente, el silencio; dos, tres paradas de calma circunspecta, casi sigilosa. Los supervivientes del vagón cruzamos miradas de complicidad, reconociéndonos. A esta hora, aquí, entre ventanillas rayadas y barras de metal, somos la ciudad que se niega a morir y, si eso no merece algún tipo de conmemoración —parece pensar la anciana que tengo enfrente—, que vengan la Osa y el Dragón del antiguo escudo y lo vean. ¿Alguna objeción? ¿Propuestas, quizá? Madrid sacude la cabeza de sus representantes, y ella baja la suya, se humedece los labios y empieza a tararear El mundo de Jimmy Fontana, qué cosas, ora en arrullo, ora en hechizo, hasta la última línea de la versión en castellano: «y ese día vendrá». No cabe duda.


Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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