El olor · 25 de enero de 2017

No hay que ser Sherlock para deducir que van a algún hotel y que no son de aquí. Sus contrapartes madrileñas no se suben al Metro a última hora de la noche con aspecto de haberse gastado una fortuna en boutiques de franquismo vintage. Puede que sus contrapartes madrileñas lean los mismos periódicos, vean los mismos canales de TV y se engañen en la intimidad con la misma basura sistémica, pero saben que no está el horno para andar jactándose de explotadores en territorios de explotados. Que aún no pase nada no quiere decir que no vaya a pasar. Ya no apesta sólo a frustración y desesperación, sino también a rabia; y los vintage, que se dan cuenta, cambian sus sonrisas de vida fácil por una mueca de recelo. Si llevaran pistolas, las sacarían.

En el otro extremo del vagón, viaja una horda de supuestos progresistas: nueve o diez autóctonos y guiris que se pasan varios vasos con cubatas. Llegaron en tropel y arrebataron los asientos vacíos a sus competidores, entre los que había un par de viejos. Hablan de Trump, de Trump y también de Trump como si estuvieran en una red social, es decir, desde el narcisismo más adolescente y con intención de parecer más guapos, más guapas, más cultos, más cultas y más a la moda de fondo, que es de más y más presencia. Un magrebí andrajoso comete el error de pasar entre ellos, que lo miran con asco. El magrebí se lleva su parte correspondiente de los cubatas saltarines, aunque se abstiene de llamarles la atención. Luego, uno de los viejos consigue llegar a la puerta y, en un intento por bajarse, tropieza con una de las turistas. Ahora no es mirada de asco; es claramente de odio: puto viejo, viene a decir; muérete, viejo de mierda. Y Trump por aquí y Trump por allá. Y charcos de ron de garrafa con coca cola.

Los vintage, que creían ser testigos de un principio de revolución, respiran hondo. No están rodeados de soldados del pueblo, sino de cosmopolitas que, por lo visto en sus miradas, aprecian y comprenden el orden de las cosas. Qué importa el presidente de los Estados Unidos; que lo detesten si quieren mientras sigan siendo sus aliados en el Metro o el país. Y, en cuanto a la rabia, tampoco hay que ser Sherlock para saber que el moro, los viejos, los chinos del mamparo, la minibanda latina, el tipo de la chupa y el punki del libro caerán uno a uno antes de que sueñen siquiera con rebelarse. Madrid es tan agradablemente exótica, y nos espera la ducha del hotel. Ya nos quitaremos este olor.


Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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