Amor (lógicamente) absurdo · 12 de octubre de 2008

Sucedió antes de mi gripe, de M. que venía de Lugo, de ciertos excesos anteriores y de los visitantes recién llegados de la Hispacón. Según N., Nc. la había llamado para preguntarle por las cortinas rojas de mi dormitorio. Pregunta extraña, cuya historia deduje entre el jas de rojas y el de del mi sin acento:

Si Nc. preguntó, y ahora me consta que lo hizo, debía de estar en la misma tienda donde N., de quien las heredé, las compró; y debía de estar pensando lo mismo que pensé yo, equivocadamente: que la tela era demasiado fina y que todo el barrio vería la habitación, con todo lo que ocurriera en ella, en cuanto se encendiera una luz. Como encontrar cortinas bonitas y baratas no es fácil, la duda merecía una llamada. Y era lógico que hablara con N. y no conmigo porque 1) se lleva mejor con ella, 2) está más buena que yo, 3) cuando una exhibicionista afirma que algo no transparenta, es que no transparenta, 4) yo habría mentido por vicio y 5) Nc. me cree un tipo serio. Pero eso no era tan interesante como esto: qué hacía Nc. comprando unas cortinas rojas. No es propio de él. Ni rojas ni azules ni blancas ni negras ni nada.

He dicho que lo deduje antes de abrir la boca porque así fue. N. lo soltó y medio segundo después, cuando contesté, ya tenía la historia entera. Lo único que podía empujar a Nc. a acercarse a una tienda que está fuera de Madrid, dirigirse a la sección de hogar y sentirse tan atraído por unas cortinas rojas como para llamar a N., muy capaz de matar a su madre cuando el teléfono la interrumpe, era una mujer. Y no una de tantas, no una mariboba buscapasta ni una polilla del santo poder ni un chocho autoembarazable ni un frigorífico con rulos ni una desquiciada de oh mi entrepierna oh mi espejo, sino una de las nuestras, un igual. Conozco a Nc. Ya son muchos años. Sin contar que esas cortinas, ésas en particular y no otras, equivalen a un currículum.

Tirando por lo bajo y sin ánimo alguno de hablar ni bien ni mal de mi persona, suelo acertar novecientas noventa y nueve veces de cada mil con ese tipo de deducciones. Pero hay posibilidades no cuantificables; absurdos más absurdos que las consecuencias necesarias, por improbables que parezcan, de nuestro carácter. Por ejemplo, que Nc. no estaba en la tienda en cuestión sino justo delante de mi domicilio, intentando localizar mi balcón por el color de las cortinas para, una vez localizado, saber si había luz en casa y si yo estaba dentro. Por qué llamar al portero automático, por qué echar mano del teléfono, qué estupidez. Mejor quedarse en la calle, preguntar a una doña que vive a seiscientos kilómetros y volver a mirar balcones.

Aquel día, la casualidad quiso que yo bajara a tirar la basura y nos encontráramos. Él no dijo que había llamado a N.; desde luego no me contó lo de las cortinas y a mí no me extrañó que estuviera allí, delante del portal, contemplando la fachada (si explico por qué, me meto en otra historia). De manera que antes de mi gripe, de M. que venía de Lugo y de ciertos excesos anteriores, cuando N., recién llegada de la Hispacón, terminó con su declaración cortinera, yo no lo asocié al encuentro fortuito. Y respondí: ¿Nc. se ha enamorado?

Madrid, octubre del 2008.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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