En la muerte de Paul Newman · 27 de septiembre de 2008
No me había dado cuenta porque no veo la televisión. Crecí delante de ella, pegado a ella; primero en blanco y negro y luego, en la década de 1980, en color. Antes de cumplir los diecisiete años, ya había visto todo el cine clásico a través de los ciclos que programaba TVE1 y la UHF. Además, era la época de los cinestudios, que llenaban Madrid, y todo lo que nos rodeaba parecía empeñado en alimentar el vicio por el séptimo arte, con una ventaja añadida: que, curados de espanto con la pedantería de alguna generación anterior, nos ahorramos los horrores del arte y ensayo.Mis amigos del hoy no han tenido tanta suerte. La televisión se lanzó definitivamente a su esencia, la basura; los cinestudios desaparecieron y nosotros, los que ahora andamos por cuarenta o cuarenta y tantos, no estábamos en posición de poder extender nuestras manías -incluidas las buenas-, de modo que se abrió una fosa, una enorme brecha cultural donde el espacio desaparecido éramos nosotros mismos, lo último antiburgués del siglo XX. Y esta tarde, más o menos hacia las tres y media, esa fosa me ha parecido definitiva. Había fallecido un magnífico actor, uno de los mejores profesionales de todos los tiempos, un genio de la interpretación y de la inteligencia a la hora de elegir directores y papeles, un símbolo, Paul Newman. Y he roto mi costumbre. He encendido el televisor. Quería comprobar si esas maravillosas cadenas, llenas de programas pensados para formar imbéciles y acabar el trabajo del sistema educativo, tenían la decencia de hacer algo fácil, lo que habrían hecho hace veinte años: cambiar la programación y ofrecer cualquiera de las obras del hijo de Theresa y Arthur. Ninguna ha tenido el detalle. Lo harán esta noche, dicen, tal vez cuando consigan encontrar en sus direcciones a alguien que no sea un bendito hijo de perra.
No sé qué elegiría si tuviera que elegir algo tan absurdo como una sola película de Newman; pero, si se tratara de empezar a cambiar las cosas por alguna parte, supongo que podría servir la respuesta de un chaval de Vallecas, sentado en un sofá de plástico rojo, que veía por primera vez La leyenda del indomable. Paul Newman era un hombre tan comprometido con el arte que su compromiso era la vida; nos enseñó la rebeldía, los horizontes, la locura, la elegancia, la ironía, también el escepticismo. Y sólo después del indomable, cuando no quedaran huevos duros, pasaría a El buscavidas, El largo y cálido verano, Cortina rasgada, La gata sobre el tejado de zinc, Traidor a su patria, Ausencia de malicia, Dulce pájaro de juventud, El juez de la horca, Las tres caras de Eva, etcétera.
Paul Leonard Newman, nacido el 26 de enero de 1925, ha muerto hoy, 27 de septiembre del 2008 en su casa de Westport (Connecticut). El mundo, que siempre sigue, se ha parado un poco.
Madrid, 27 de septiembre.
— Jesús Gómez Gutiérrez
Países serios / Un plan de exterminio