Personal · 28 de junio de 2011

Los diputados se van a comer; después habla el líder de la derecha, que dice algo contra el algo que ha dicho el presidente, aunque comparta en lo esencial su política económica. Y mientras todo ese algo fluye en el Congreso, varias docenas de personas impedían otro desahucio en la calle Picos de Europa, en Vallecas. Los representantes de la ley volverán el jueves. La gente también volverá el jueves. Cuentan que la secretaria judicial ha pedido que envíen a los GEO.

No tengo casa. Soy de los que se negaron a endeudarse hasta las cejas por un sueño de cuatro paredes; sólo llevo veintiséis años pagando alquileres abusivos gracias a la complicidad de las administraciones públicas con el sector inmobiliario. Durante ese tiempo he visto de todo; viejos que terminaban en la calle, familias destrozadas, parejas rotas, ejércitos de abogados persiguiendo a los más débiles y la maquinaria de la Justicia al servicio de la banca. Nadie decía nada. Ni siquiera salía en los periódicos. No era noticia.

Hace tres años, una agencia inmobiliaria me denunció por impago. La denuncia se retiró enseguida, pero la Justicia me condenó a pagar las costas, dos mil y pico euros, dos meses enteros de mi sueldo, porque eso es lo que gana (sin descontar impuestos) un traductor literario en este país. Tuve que pedir un crédito: para poder alquilar otra casucha. Todavía lo estoy pagando. Y tres años más tarde, hace unos meses, recibo una llamada telefónica a primera hora. Eran mis padres, dos personas que ya están muy por encima de los setenta. La Justicia se había presentado a buscarme en su casa.

El resto de la historia carece de interés; a mediados de junio, tras las alegaciones oportunas, recibí una notificación de los juzgados donde se admitía que la razón estaba de mi parte. Pero para mí, la historia se detuvo en aquella llamada telefónica. El Estado, que da carta blanca a los grandes delincuentes, me perseguía por dos mil y pico euros que, además, se habían pagado. El Estado, que tiene toda mi información, lo cual incluye mi domicilio actual, enviaba a sus funcionarios a destrozar una mañana normal y corriente de mi familia. Jamás olvidaré su angustia.

Crecí cerca del lugar donde los compañeros de la PAH han impedido el desalojo de hoy. El Vallecas de mi infancia era un canto a la marginalidad y la pobreza, pero tenía algo radicalmente distinto al algo del Congreso, una cultura de solidaridad que coincidía con lo que aprendí de mis mayores. Fue allí donde me dije por primera vez que no olvidaría y que no me cruzaría de brazos. Una llamada telefónica no podía añadir nada a esa promesa; sólo fue una gota pequeña y personal en el mar de gotas del vaso colectivo. Como mucho, me reafirmó en otra cosa que también me dije entonces: hasta la última de mis palabras, en lo que sirvan, les buscará el corazón.

Madrid, junio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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