Gráfico de economía emocional · 13 de julio de 2008

Llevo quince minutos mirando las estanterías. Todo ha empezado porque E. cogió el ejemplar de 40 mitos y verdades sobre el pelo, compendio de horteradas lingüísticas de ultramar, y al hacerlo destapó nueve libros que hasta entonces se habían salvado del polvo. Lomos blancos, negros, ocres, incluso uno amarillo. Lomos relucientes en comparación con el entorno. Y lomos con su precio, porque nunca se lo quito: con el paso de los años, suele ocurrir que el precio de otrora es lo único interesante que contienen.

Justo delante de los descubiertos había una insignia redonda y roja que se había salvado del caos de varias mudanzas. Utilizo el pretérito pluscuamperfecto porque esta semana aparecieron N. y A., que se quedaron unos días en casa mientras llevaban a G. (R.R.) M., autor de gran éxito y de paso buena gente, a los actos editoriales y a las copas de rigor. Horas después de su llegada, A. se acercó y rozó la insignia, que cayó al vacío, rebotó en los dos espejos que dejé en el suelo a falta de paredes y se rompió. Por el lado más débil, como se debe. Que suele ser el enganche. El nexo. Lo que une dos piezas.

Más o menos, eso resume mi problema actual. Una biblioteca y una vida capaz de mantenerla forman algo parecido a esa insignia: una persona; pero una biblioteca y una vida que anda de prestado forman algo diferente: una presa y un depredador, que en este momento se pregunta cuánto le darían por el lote. Seis mil, cinco mil, cuatro mil, tres mil miserables euros o quizás ni eso. ¿Y después? Después siempre es antes.

Retrocedamos a la década de 1980. Con sus múltiples y muy variados trabajos, que incluyen cosas que nunca se deben hacer y cosas que nunca se pueden contar, un chaval que roza los veinte ha conseguido una colección de discos pequeña pero con seis o siete ediciones originales. Ese día está de mal humor. Le espera una hembra y necesita dinero, id est, lo que no hay en sus bolsillos ni en ninguna parte adonde pueda echar mano. La guitarra no la va a vender. La máquina de escribir no vale un duro. Luego los discos: al cabo de un rato se ha dejado tomar el pelo por quinientas pesetas.

Lo de ahora es igual. Con veintitantos años más en el cuerpo y por motivos que no tienen nada que ver con unas faldas, pero igual. O casi. Así que entra, queridísima derrota, y dame una cifra.


PS: El as en la manga (de los discos) es que sólo incluían los LP. Pensando con lo que yo te diga, y sumando el hecho de que no tengo más aprecio por el vinilo que por el papel, fue un buen negocio. Entre los sencillos había y hay de todo. Hoy te presento una joya de la cripta. Toda una dama. Lili Marlene Premilovich, alias Lene Lovich, quien después de firmar el impresionante Stateless (Stiff Records) me hizo gastar lo que no podía en Flex. Que lo disfrutes: Bird Song.

Madrid, 13 de julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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