Algo inesperado · 27 de marzo de 2012

Fue a mediados de la década de 1980. El teatro me expulsó de las salas y me condenó al papel o, dicho de otro modo, me obligó a dejar de verlo y a limitarme a leerlo. No es una metáfora. En el principio de cualquier expresión artística y de cualquier organización de la expresión artística hay dos preguntas decisivas: por qué se hace y a quién se pretende llegar. A la primera, las administraciones españolas habían contestado con la destrucción del teatro de base, que ya apuntaba la respuesta a la segunda: un teatro para la mayoría moral, sin riesgos; un teatro controlado políticamente por el poder y repartido entre los amigos del poder.

Me atrevo a afirmar que buena parte de mi generación dejó las salas por el mismo motivo. Cuando una expresión artística pierde el lenguaje de su época, pierde su época. Y en España había perdido el lenguaje y hasta la estética en el sentido más superficial. De repente, era un espectáculo rancio o fundamentalmente clasista, bien por precio directo o comparativo con otras expresiones, desde la literatura al cine. ¿Ver teatro? ¿Para qué? Sus responsables no querían a los jóvenes de entonces y, por cierto, tampoco quieren a los de ahora. Se había conseguido la paradoja de que el teatro de los setenta, hecho contra el poder y sin apoyo de éste, fuera más interesante que el de la democracia, hecho en teoría desde el apoyo institucional.

Mi opinión no ha cambiado en estos años. En términos generales, la estructura del teatro español se encarga de mantener la inteligencia y el talento lejos de las salas. No estamos precisamente en Alemania, Inglaterra, Francia, Holanda. Ni siquiera estamos en Argentina, que nos da mil vueltas. Estamos en un país cuyas autoridades prefieren financiar el fútbol a financiar el teatro público y distribuyen los fondos de tal forma y en tales condiciones que casi todo lo bueno que surge, se debe a un puñado de profesionales independientes.

Hace unos meses, conocí a uno de esos profesionales, la directora Aitana Galán (Salamanca, 1970). Por motivos que no vienen al caso, tuve la suerte de ser testigo en el proceso de su última obra, Málaga, del dramaturgo suizo Lukas Bärfuss (Thun, 1971). Como excepción que es, una obra de su tiempo, una obra arriesgada y una obra que se hace por el esfuerzo personal de unos pocos, hasta el extremo de que esos pocos son los primeros que representan a Bärfuss en nuestro país, difícilmente podía cambiar mi opinión sobre el teatro español actual. En cambio, logró algo inesperado.

En algún momento de ese proceso, encontré la respuesta que el adolescente de la década de 1980 había perdido. Aquel chaval sabía por qué quería ser escritor y, más o menos, a quién pretendía llegar, pero ya no tenía un porqué para su relación con el teatro. Ahora, gracias al gran trabajo de Aitana Galán, Críspulo Cabezas, Ana Wagener, Roberto Enríquez y Luis Caballero, lo tiene.

Madrid, marzo.
Día mundial del teatro.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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