El andén · 2 de marzo de 2012
Está sentado en un banco del andén, con las manos apoyadas en las piernas, que son de pantalón de pana. El índice de la mano izquierda engancha la arandela de una llave. No la mueve. Se limita a mantenerla así, en diagonal al muslo, inmóvil como todo su cuerpo con excepción de la cabeza, que de vez en cuando gira un poco para mirar a la gente. Siendo noche de viernes, hay mucho que ver: los chicos de primera hora, muy jóvenes; los adultos que vuelven de los centros comerciales; los adultos que vuelven del trabajo; los adultos que van de copas; los adultos destrozados por una vida de mierda y etcétera, cada cual con la expresión que corresponde a su humor. Pero en lo tocante al viejo del banco no hay expresión alguna. Es como si no estuviera. Nadie repara en su quietud de hombre asustado ni en sus ojos de hombre perdido que no miran por mirar, sino buscando otros ojos para establecer contacto y preguntar qué. Nadie. Se agolpan a su alrededor, se sientan a su lado y le dan la espalda hasta que, lentamente, los ladrillos de carne estúpida, cada cual a lo suyo, principio y fin del universo, lo emparedan. Luego llega el tren y el andén se vacía. O casi.
Madrid, marzo.
— Jesús Gómez Gutiérrez