Constatación · 27 de febrero de 2012

«Voy mal.» Es lo primero que dice el tipo que se me acerca en la Glorieta de Bilbao, a primera hora de la tarde. No lo conozco, pero escucho. Cuenta que tenía un trabajo y que lo ha perdido, insiste en lo desesperante de la situación y añade que encima se ha puesto enfermo. En general, un tipo que se acerca así y dice eso, está a punto de pedir. Éste no pide. Ironiza con su edad, «¿sabes cuántos años tengo? Cuarenta y nueve» y después calla unos segundos y se pregunta si las cosas irán a mejor.

Son los días de Madrid, con los personajes de Madrid. Obviamente, también son de otros lugares; no hay más que echar un vistazo a los datos que nos llegan a todos, incluso a los que hacen esfuerzos para que no les lleguen. Yo hablo de esta ciudad porque vivo aquí, camino aquí y miro aquí. Como otros, hago lo que puedo. Dejo hablar a un desconocido y luego narro la escena. No es mucho. No sustituye el dinero que no tengo y que no puedo dar. En última instancia, es un acto con sólo un valor indiscutible, fuera de duda: constata la existencia de un hombre.

A su pregunta, en parte retórica y en parte dirigida a mí, respondo «por supuesto». Las cosas irán a mejor; tan cierto como que estamos en Mercurio, chamuscándonos las alas de los talones. «¿Sabes cuántos años tengo? Cuarenta y siete.» Y en la despedida, que es inmediata y de estrecharnos la mano, no se dice nada más.

Madrid, febrero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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