Nochevieja · 31 de diciembre de 2010

Treinta y uno, viernes, tarde de lluvia y luego se verá. Con tan poca gente, la Gran Vía se nota menos; parece encogida y algo molesta, una loba tumbada junto a un charco. Y junto a sus patas delanteras, en la bajada del Metro, tampoco se nota mucho al hombre que está sentado en un escalón, mendigando sólo con ese hecho, con el de estar sentado en un escalón, porque no ofrece gorra ni vaso ni periódico ni cartel ni voz que avise.

Una espalda gris pasa por delante y se detiene. De la tela del gris se desgaja una línea: es un brazo terminado en guante que empieza a descender, seguido por la línea que es un brazo y por el cuerpo del gris, que es un abrigo. El guante se abre y deja ver un puñado de monedas: hay dos rojizas y cuatro o cinco doradas, además de unas hebras de tabaco negro. El hombre del escalón acerca la mano, pero no la acerca en horizontal y con la palma hacia arriba, para recibir, sino en vertical y con la palma hacia un lado, para estrechar. «Me llamo Diciembre —le suelta—. Muchas gracias.» «Y yo Enero» —dice el otro— que se calla un no te jode y envida en falso: «Feliz año».

Diciembre, si es que se llama Diciembre, tarda unos segundos en soltar la mano de Enero no te jode. Lo mira a los ojos con gratitud y, por fin, rompe el contacto. Las dos monedas rojizas y las cuatro o cinco doradas caen el vacío y tintinean como todas las monedas al llegar al suelo, donde alguna rueda y algunas rebotan. El hombre del guante, que iba con prisa y debería volver a su trayecto de espalda gris, baja la cabeza, mira las monedas y se sienta. Faltan seis horas para Año Nuevo y ya son dos meses en la bajada del Metro. No está mal



Madrid, 31 de diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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