Trastienda · 22 de julio de 2010

La mañana empieza con el zuuuuum del ventilador, situado a metro y medio de distancia y ligeramente inclinado hacia arriba para que refresque los pies del ocupante de la cama, que por la oscuridad casi completa del dormitorio y la pantalla azul del receptor, sin imágenes, se parece a la tabla de surf espacial que utilizaba en el simulador de la Academia.

Pero ahora está en la Tierra y lo estará sine die. Ya no cabe la posibilidad de tirar de contactos y conseguir otra misión, ni siquiera bajo vigilancia; esta vez, el tribunal lo ha declarado desleal y ha archivado su expediente; la única forma de recuperar su trabajo, que es su vida, es aprovechar esa cama en las circunstancias descritas e imaginar y grabar todas y cada una de las derivas, trayectorias, posiciones, orientaciones. Sin embargo, los descubrimientos de un especialista sólo se reconocen cuando se pertenece al Cuerpo. Aunque el sistema admita colaboraciones externas, tiene la experiencia suficiente como para saber que equivalen a trabajar gratis; si descubre algo, pasará al registro general de información y él no verá un céntimo; si mejora la máquina, aprovecharán el avance, le darán una palmadita y él seguirá allí, con los bolsillos vacíos.

Ya son las dos y media, momento de comer o quizás de planteárselo, cuando desconecta los sensores de la cinta craneal y comprueba la grabación. Hoy está contento; no puede decir que el trabajo de las horas anteriores haya sido productivo, porque no irá a ninguna parte y no le servirá a nadie, pero ha sido un buen trabajo. Cada día está más cerca de encontrar la permutación precisa para repetir el viaje que ha hecho diez, quince, veinticuatro veces, a pesar de que el Cuerpo lo considera imposible. Sabe que llegará a la veinticinco y que, si no es la definitiva, también llegará a la ventiséis. Últimamente le ha dado por preguntarse cuántas personas en su misma situación tendrán memorias llenas de invenciones que no se han introducido en el sistema y que, en consecuencia, no existen. Un sistema cerrado corta las alas hasta de la propia casualidad. Afuera, alguien podría haber hecho el mayor descubrimiento de la historia a partir de una Singer vieja y nadie, salvo el alguien mismo, lo sabría. Hay que estar dentro.

Se levanta, apaga el receptor, sube la persiana y mira el rectángulo que ha dejado de ser tabla mnemotécnica para volver a su naturaleza real, que es cama de sábana inferior negra y superior, muy arrugada, medio caída en el suelo, amarilla. Entra en el cuarto de baño, se cepilla los dientes, se mira en el espejo, piensa que está muy bien para sus cuarenta y siete años recién cumplidos y, por último, se ducha. Como todos los días, el holograma de la báscula se activa bajo sus pies; está estropeada y no se puede desconectar sin la clave del casero, que se niega porque la báscula le parece un detalle elegante. Como todos los días, pega un talonazo al selector de derivaciones. Después, cierra los ojos y procura no pensar en la cadera, la espalda y el cuello despejado que su vecina le ofrecía en esa misma ducha, apoyada en la pared del fondo, cuando le creía un triunfo. Además, no importa. Ahora tiene un empleo de trastienda; pagan mal, pero llegará para el alquiler de sus treinta metros cuadrados y, si hay suerte, para tomar alguna copa los fines de semana.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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