El regalo · 17 de mayo de 2010

Esto es una bayeta; azul, blanca y azul. Esto son cuatro vasos, pequeños, tres casi llenos hasta el borde y el cuarto casi lleno hasta el borde y mojado por fuera, porque la camarera lo ha tirado hace un momento y él ha dicho que no se preocupe, déjalo, llénalo de nuevo y en fin: por eso la bayeta. Esto es la barra de un club abarrotado con nombre de galaxia. Esto son dos personas encaramadas al escalón exterior de la barra, lo cual aumenta su altura en muchos centímetros, y esto son dos personas detrás de la barra, tan altas o más que los anteriores porque la zona de los que trabajan está, al menos, a la altura del escalón. Esto es un brindis.

La relación de las cuatro personas, elevada sobre el resto de las relaciones del club por el motivo señalado, se puede resumir en una Z: hombre en el ángulo superior izquierdo que conoce a mujer en el ángulo superior derecho que a su vez conoce a mujer en el ángulo inferior izquierdo que a su vez conoce a hombre en el ángulo inferior derecho, que es él. Se miran a los ojos, toman el ron de un trago e intercambian algunas palabras tan fugaces, excepción hecha de las dos mujeres, como los besos en las mejillas y los apretones de manos de la presentación previa. Hay música, voces, gente que se afana en entrar, contacto inevitable y permanente y en mitad del barullo, en el cerebro del punto final de la Z, una forma blanca y redonda, más cercana a un ruido que a una imagen, una luna.

Ese año, la luna llena de enero ha coincidido con el cumpleaños del causante o víctima del ruido; se encontraba cerca del local de hoy cuando alzó la vista, hizo cálculos y llegó a una conclusión sorprendentemente sencilla para haberle pasado inadvertida hasta entonces: era la primera vez que coincidían, quizás la segunda aunque no más, y en cualquier caso la primera y única que recordaba. Sólo una luna llena para media vida. No estuvo mal como revelación de cumpleaños; dieciséis mil y pico noches convertidas de repente en una sola por culpa de la luna de lobo, luna callada, luna vieja, luna fría, casi pegada al febrero de la luna de nieve, luna de tormenta, luna de hambre; pero lo tomó como un regalo absurdo, vagamente romántico, y lo olvidó.

Ahora, mayo, la revelación vuelve sin que nadie se lo pida y se le agarra al estómago con fuerza, tensándole los músculos hasta el dolor. Las dos mujeres siguen hablando, aunque parece que no mueven la boca; el otro hombre está en el ademán de cambiar de pletina y de disco, pero es un ademán sin impulso, un conato de ademán. Entre la multitud del fondo, algunos ojos miran hacia ellos; él lo atribuye a la altura, porque puestos así, tan por encima del resto, llaman la atención. Se fija en los cuatro vasos, que ya no contienen nada, y tumba el suyo para romper la sincronía. No sabe por qué es importante, pero lo es. Nunca le ha gustado la sincronía. Le pone nervioso.

Como el dolor aumenta y la tensión del estómago se ha extendido ya a sus brazos y a su cuello, se excusa o hace como que se excusa y sale a la calle. Camina unos metros, hasta la esquina de la plaza, y permanece allí lo justo para que el dolor se marche con el exceso de irrealidad. Después, vuelve al club, se encarama al escalón y ocupa su puesto al final de la Z. «Bájate de ahí», dice un tipo con aspecto de portero. Esto es un país, esto es una ciudad. Esto es un montón de cosas triviales. Él se gira hacia sus compañeros de brindis y los encuentra rígidos de papel maché, cubiertos de fotografías y recortes de noticias. Esto es un aullido, uno largo, por dentro, imperceptible. Esto es un regalo abierto cuatro meses más tarde. Y hasta la próxima coincidencia de la luna llena, esto también es su primera noche.

Madrid, 15 de mayo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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