Últimas horas de junio · 1 de julio de 2013

1. Los grupos de noche, con la ciudad dormida. Hay menos que nunca (pocos locales, muy caros), pero son como siempre. Si acaso, sorprende que los bolardos ganen a los portales en calidad de asiento: a ojo, es un cuatro a uno entre Mayor y Bilbao. Faldas y pantalones sobre objetos que están a un tris del culto a Príapo. Extrañamente, a alguno le sobra espacio; da la sensación de que podría invitar a la familia y, en caso de catástrofe comunitaria, girar y girar. En sus conversaciones, detrás de las carcajadas y de la educada sublimación del qué bueno está, qué buena está, hay un fin de fiesta que no tiene nada que ver con las horas.

2. Cartón doblado, cartón arrugado, cartón echado directamente en la acera. Y sobre los cartones, cuerpos.

3. No sé cuántos años ha estado aquí. Se va a Nigeria, aunque afirma que le gustaría volver. Charlamos un poco y nos estrechamos la mano. Le iba a dar mi dirección «por si necesitas algo» y se me pasó entre su país y el mío. De todas formas, ¿qué ayuda le podría prestar? ¿Toma, colega, un poema para tu chica, lo firmas tú y quedas como dios? No creo. Horas después, en Descalzas, una cantante hace eses con su vestido de flores y sus ojos idos, de lejos-lejos. Parece el ser más solo del mundo. En mi imaginación, se cruza con el amigo nigeriano y también se despide. Es una imagen imposible; sé que sus caminos no se cruzan. Pero le da calderilla y dice «por si necesitas algo» y todo está bien.

Madrid, julio.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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