Planeta perfecto · 9 de abril de 2010
Era de las que no escuchan nada. Nada de nada. Reía, hablaba y cazaba alguna palabra suelta o algún fragmento de conversación para seguir con lo suyo. A él le daba igual; le importaba, cómo no, pero había tanta inocencia tras aquella demostración permanente de ensimismamiento y falta de sensibilidad que le emocionaba hasta el mayor de sus desaires. Carlos, su nombre, lo sabía todo de Inés, su nombre. Inés lo sabía todo de sí misma, dentro de una enorme y nada quebradiza campana de cristal.Se habían conocido en un tren, por reiteración de miradas que coinciden y se apartan entre dos personas solas y sentadas frente a frente. Llevaban seis meses juntos. De cuando en cuando, repetían el trayecto original y volvían al juego de miradas, pero sin destino fijo, sólo por placer. Carlos la quería entonces más que nunca: porque no hablaban. Inés lo quería como siempre, ni más ni menos. Pasaban quince minutos, pasaban treinta minutos, pasaba una hora y el tren se detenía en la estación de otra ciudad. A continuación, tomaban el de vuelta o se quedaban allí, en un hotel. Hacían el amor como enamorados, incluso si no lo hacían. Eran, excluida la cuestión de las palabras, un planeta perfecto.
Una tarde, de otoño si los rojos de la acera eran hojas, salieron de paseo. Inés hablaba y hablaba; Carlos escuchaba y admiraba su perfil. Inés reía y hablaba; Carlos hacía comentarios que, para variar, quedaban en breves por el asalto inmediato de Inés. En determinado momento, él se inclinó a atarse el cordón de un zapato; tardó poco, soltar, tirar, anudar, pero no tan poco como para que ella no siguiera adelante sin darse cuenta y recorriera diez o doce metros, hablando sola, antes de tenerlo nuevamente a su lado. Aquella noche, con Inés ya dormida, Carlos sacó todo su calzado de cordones y lo tiró por el balcón. De vuelta en la cama, se miró los pies, miró el techo y contempló la cara plácida y tranquila de Inés. Estaba preciosa.
8 de abril.
— Jesús Gómez Gutiérrez