Luis Aragonés · 30 de junio de 2008

Minuto 113 de partido. Estadio Heysel de Bruselas. El árbitro, belga de apellido Lereaux, señala un libre directo contra el equipo de Franz Beckenbauer, Paul Breitner, Gerd Müller, Sepp Maier, algunos de los mejores jugadores alemanes de todos los tiempos. Es el Bayern de Múnich de un 15 de mayo de 1974, y enfrente tiene al Atlético de Madrid del inmenso Gárate y de un hombre que en ese momento está colocando la pelota, Luis Aragonés.

La historia, que en cuestiones futbolísticas es inapelable, sigue con el gol de Luis, el viejo error de cantar victoria antes de tiempo, el capricho de la suerte y un partido de desempate en el que nos dieron un baño. Pero si se fijan bien, verán que no dice nada del destino. Porque no hay tal cosa. Salvo a posteriori: Después del talento y el trabajo y muy especialmente del carácter y de la mano ya mencionada de Fortuna, se suma la representación de lo ocurrido. El teatro. Que puede añadir convicción, fe, desesperanza, escepticismo, miedo, fatalidad y una larga lista de emociones al simple hecho, por ejemplo, de jugar con un balón. Y no sólo a los protagonistas, sino a los espectadores. Y a los hijos de los espectadores. Y a los hijos de los hijos de los espectadores. En una cadena que será más o menos duradera en función de la fortaleza del mito que se haya creado y de su utilidad.

Ese mito en concreto, el de Heysel, también era el de la selección. Hasta el minuto 33 de la final de la Eurocopa. Pase de Xavi a Torres, carrera, desborde a costa de Lahm y un toque magistral que se toma todo el tiempo del mundo en llegar al fondo de la red. Belleza y justicia, ¿qué más se puede pedir? Esto, sin duda: que un mito fallezca a manos de uno de sus hijos y que toda la obra sea la representación del mismo hombre que ese día, 15 de mayo de 1974, festividad de San Isidro en Madrid, va a llegar al alma de una escuadra.

Sólo es fútbol. Pero qué grande eres, Luis.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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