La puerta · 11 de enero de 2009

Madrugada del sábado: descanso en el trabajo, abrigo, guantes, calle. El termómetro marca grados bajo cero y la nieve de anteayer se mantiene, congelada, en los espacios al margen de los coches y del camino de la gente. Los que se atreven a salir de los locales nocturnos, lo hacen deprisa. No hay que andar mucho para encontrar el Madrid a solas.

En la sexta esquina a partir del adoquinado, sustituto del asfalto en el centro, se abre un portal que comunica con la entrada a una tienda. El portal está cerrado a cal y canto, pero el hueco que queda entre éste y su vecina es suficiente para que quepan tres personas tumbadas bajo cartones. Se ve una manta, el destello de un cigarrillo, bultos. Una escena corriente que se repite cada año y que a veces, cuando los medios tienen escasez de noticias o cadáveres, provoca reacciones y declaraciones políticas con sentido. Por supuesto, nunca cambia nada.

Me he acordado de C. por la mancha oscura del fondo, que es de barba y cabellera revuelta. Él también andaba así, aunque su exclusión no había empezado en la economía sino en la falta de información (demasiados viajes, demasiado deprisa, en dosis demasiado altas). Vivía en la calle: sin trabajo, sin dinero. Tenía pocos amigos: yo. En sus días normales, era un gran tipo; en sus días menos normales, otra cosa.

Una noche como la de hoy, sufrió una crisis. Estábamos solos, cruzando el Retiro en dirección Alcalá. No pasó nada digno de mención, no se dijo una palabra más alta que otra, no hubo diferencia ni conflicto alguno y, en consecuencia, tampoco hubo sospecha, atisbo, aviso sobre el cuchillo que de repente me buscaba el estómago. Me aparté yo, tropezó él; irrelevante. Su impulso lo estrelló contra un poste y se ganó una brecha que no dejaba de sangrar.

Cuando volvió en sí, C. era la viva imagen del pánico. Hay pocas esclavitudes peores que descubrir que ni siquiera podemos controlar lo que todos escondemos, hipócritas incluidos, tras la última puerta. Pocas, desde luego, si creemos –y C. lo creía con toda su alma, lo sé- que debe de permanecer cerrada; porque también hay quien prefiere abrirla. Desde la política, por ejemplo. Sin eximente de enfermedad. Y ninguno de ellos ha terminado nunca como tú, mi querido y viejo amigo, entre cartones.

Madrid, 11 de enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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