Toca calle · 12 de marzo de 2010

1. Ocho, seis, cinco; son las puntas de las siete estrellas de Madrid, según las épocas y el capricho, aunque finalmente quedaran en la pentagonal porque su estética pareció más acorde a los tiempos. Además, no importa; sólo son estrellas, las de la Osa Mayor, con los destellos que se les quiera buscar. Y en eso estoy, dedicando un descanso a contemplar el firmamento en épocas distintas y lugares distintos cuando la bombilla de la lámpara se funde y la tarde se convierte en noche por más sentencia que la del piso interior. De existir la posibilidad, aprovecharía la interrupción para sumarme a Jerome Clevers, Archanmael Gaillard, Romain Charles y Diego Urbina, los cuatro candidatos europeos de Mars500; pero el IBMP de Moscú no me necesita. Toca calle.

2. Tras la escalera, que también está a oscuras, aparece la pareja del cuarto. Acaban de llegar de unas vacaciones en Matalascañas a cuenta del Inserso, y vienen echando pestes porque han sido siete días de lluvia, frío y ese tipo de viento que en casi todas las novelas, buenas y malas, aúlla. Como conozco bien la zona, me lo imagino. Pero en fin, la conversación se expande y aparece un de repente, sin contexto, que entre asentimientos y síes adopta más o menos esta fórmula: puedes contar con nosotros para lo que quieras; nuestra casa es tuya. Lo dicen de corazón, aunque sólo nos conocemos de cruzarnos en el portal. Cuando salgo a la calle, me echo un vistazo. No es que hoy tenga un aspecto especialmente desarrapado o digno de misericordia. Ocurre, y esto no falla, que siempre se puede esperar más de los desconocidos que de la inmensa y rotunda mayoría de los propios.

3. La francesa ha vuelto de Francia. La francesa, de la que ya he hablado en alguna ocasión, vuelve a su país con el frío y regresa a Madrid con el calor o con el menos frío que allí, dice ella. Desconozco lo que hace en Francia, pero en Madrid, pide. En cuanto me ve, se levanta de la acera y me da dos besos. No es la primera vez que esta rubia de ojos azules demuestra buen gusto. De todas las vagabundas que he conocido, es la más sexy. Bebe en exceso, tiene más polvo que mis destornilladores y a veces pierde la cabeza y grita, pero conmigo se transforma en lo que podría haber sido o en lo que debió de ser. Otros verán lo que quieran; por mi parte, cada vez que nos saludamos, creo estar en un paseo marítimo de agosto, saludando a una vecina de apartahotel maravillosamente resabiada que no está allí para pedir limosna, sino para tomar el sol y lo imposible.

4. Vuelvo con dos bombillas nuevas. La primera se queda en una estantería, sobre la poesía completa de Diego Hurtado de Mendoza, apoyada en los treinta y cinco poemas de Tu Fu y los sesenta y cinco de autores varios de la dinastía Sung que Kenneth Rexroth tradujo en 1966 y que natural y matemáticamente se presentan como Cien poemas chinos. La segunda va directa a la lámpara. Cuando enciendo el ordenador, me llega la noticia de que los traductores literarios estamos en un tris de ser sustituidos por traductores automáticos. Sobra decir que me parece perfecto. Si ya han sustituido a los periodistas por figurines capaces de escribir semejantes gilipolleces, el desastre y la chapuza no deben quedar ahí. Pero la inteligencia es otra cosa, artificial o no. El día en que una máquina pueda traducir bien un vulgar pareado, será porque lo entienda, porque será tan humana y tan máquina como nosotros. Después, tocará a degüello.

Madrid, marzo.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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