La tolerancia · 10 de julio de 2008
En febrero de 1939 llegaba a Uruguay el mercante italiano Conte Grande, en el que viajaban refugiados judíos de Alemania y Austria. Habían pasado tres meses desde la Reichsprogromnacht, la noche de los cristales rotos, y su deportación a Europa significaba condenarlos a los campos de exterminio; pero eso no le importó demasiado al gobierno uruguayo, que como la gran mayoría de los gobiernos latinoamericanos de la época simpatizaban con el fascismo y con el régimen nazi.
El caso del Conte Grande se resolvió in extremis por la intervención de Chile. Otros barcos no tuvieron tanta suerte y fueron devueltos a Europa. Era habitual. Toda una gama de normas como la ley uruguaya «de indeseables» se encargaban de mantener a raya a los inmigrantes, especialmente si intentaban huir de Alemania y Europa Oriental o eran republicanos españoles. Ya en la VIII Conferencia Panamericana, 18 países secundaron a Argentina en el rechazo absoluto a los refugiados. El único gobierno que practicaba la tolerancia que hoy intentan presentar como tradicional, era también el único que apoyó a nuestra República: el de Lázaro Cárdenas en México.
Por supuesto, también hubo muchos funcionarios públicos y ciudadanos que supieron estar a la altura de las circunstancias. Ellos son la otra historia de la emigración en América Latina. Porque la oficial, la que sufrieron miles de personas, no puede ser más sucia ni más distinta al cuento de hadas que nos venden.
Publicado originalmente en el diario Público, de España.
Madrid, 6 de julio.
— Jesús Gómez Gutiérrez
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