Perder el tiempo · 28 de septiembre de 2009

Ha sido en Alemania, y ya sólo falta la caída del laborismo inglés para que la socialdemocracia ocupe exactamente el espacio que se ha ganado a pulso. Hace tiempo que sufrimos una confusión de conceptos; por extensión de la cultura del s. XIX y de gran parte del XX, simplificamos el conservadurismo en política a su oposición con el progreso y despreciamos el resto de los contrarios. Nada relevante si esto fuera un simple asunto de palabras, si la última revolución que el mundo ha visto no hubiera sido la neoliberal y si la izquierda no se hubiera convertido, por falta de respuestas, en una fuerza que sólo intenta retener, frenar el cambio; en sentido literal, una fuerza conservadora.

Va a parecer una salida de tono, pero cuidado con las apariencias: el eje central del problema es que seguimos apegados a un error histórico, los Estados-nación. Pensamos Alemania, pensamos España y, como mucho, concedemos que Alemania y España están en un contexto y que ese contexto es la dirección a seguir. El tiempo de la política y del sindicalismo está parado, a diferencia del tiempo de la economía y de la cultura. No se trata de que en treinta años no hayamos creado organizaciones capaces de superar las fronteras, sino de que seguimos sin entender por qué se deben superar; de ahí que la respuesta por la izquierda a la crisis de la socialdemocracia sea poco más que fraseología y proteccionismo, incluso entre sus mejores representantes (Die Linke).

Nos preocupa la globalización, la falta de control sobre los capitales, las normas de una competencia internacional que presiona a la baja en todo el campo del trabajo; frente a ello, oponemos razones más o menos válidas, pero sin más sostén que la estética. Por eso, cuando una empresa decide cerrar en España y llevar su producción a Alemania, los sindicatos alemanes se alegran, la izquierda alemana se alegra y demostramos que en materia económica seguimos en el viejo nacionalismo de siempre. Por eso, cuando un presidente socialista se llena la boca de retórica de progreso y a continuación propone una reforma fiscal que grava esencialmente a las rentas medias y bajas, lo que hace es más dañino que engañar: queda tan poca confianza entre la gente, que nos condena al pasado.

Lo que hagan la CDU de Merkel y sus socios del FDP no es tan importante como lo que respondan el SPD, Die Linke y los Verdes. Estamos tocando fondo. Salvando las distancias, el problema de la izquierda alemana es el mismo que tenemos en España, en Francia, en G.B., es decir, allá donde el Derecho logró alcanzar un grado aceptable y tenemos base para más. Pero no será tras un parapeto. No se pueden defender los intereses de un trabajador español sin defender los de un trabajador alemán; no hay cuentas que cuadren, desde una perspectiva progresista, si nos atenemos al juego de los Estados; no hay mundos posibles donde la brecha cultural se asume desde las posturas de la reacción y se empieza a defender la moral anterior a 1968. Hay que cambiar de eje; porque de momento, ni su discurso nos interesa ni sus políticas nos representan ni hacemos otra cosa que perder el tiempo cuando hablamos de ellos.

Madrid, 28 de septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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