Tres de cuatro · 2 de septiembre de 2010

En la década de 1980, la posibilidad de que un hijo de trabajadores alcanzara un puesto directivo en España era muy baja; tres de cada cuatro estaban ocupados por hijos de la élite. Treinta años después, seguimos en las mismas. Según un estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), la escala de movilidad social se mantiene sin alteraciones desde 1965. Ni la transformación de la estructura económica ha servido para mejorar la situación; España dejó de ser un país agrícola, se convirtió en uno de servicios y, en consecuencia, también aumentó la oferta de cargos altos; pero la relación permanece idéntica: 3/1 entonces, 6/2 ahora.

Los datos del CIS no son nuevos; se limitan a confirmar lo que aparece de forma constante en otros informes, como los de la OCDE, que nos sitúa en el segmento más injusto del mundo desarrollado, por debajo de Estados Unidos y más o menos a la altura de Italia y Portugal. Sin entrar en consideraciones morales, tenemos una sociedad estancada y con un grado de movilidad social bajo, es decir, una sociedad fundamentalmente clasista que desaprovecha la capacidad de sus habitantes por la razón evidente de que la mayoría nunca podrá llegar a ser lo que podría haber sido. Hagan lo que hagan, pongan el esfuerzo que pongan, no escaparán de la clase social y cultural de sus padres. Azar y excepciones aparte, morirán como nacieron.

Cuando decimos España, decimos el país que los tres hijos de papá de 1980 y los seis del año 2010 han creado, con la educación y la economía que corresponde a sus intereses. Pero el presidente del Gobierno ve un equipo: si los españoles hemos ganado el mundial —declaró durante su viaje a China—, también podemos salir de la crisis. Hemos. Podemos. Nosotros, con un sistema fiscal de iguales; nosotros, con una división salarial de iguales; nosotros, vencedores en Sudáfrica. Si en su partido queda algún socialista, debería recordarle que habla en el peor contexto desde el fin de la dictadura y sin una transición política que oculte y acalle los conflictos de fondo. Las palabras pueden romper más cosas que los hechos.

Madrid, septiembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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