Una semana · 27 de enero de 2012

No son cuadrillas de trabajadores. La larga fila de hombres y mujeres que esperan en la glorieta de San Vicente es la cola para los autobuses que van al albergue de Pinar del Rey. Personas sin techo, sin hogar. Según el Ayuntamiento de Madrid, un problema resuelto; según la realidad, una cantidad indeterminada de seres humanos que cada noche sobrepasa la capacidad de los albergues, busca unos metros de acera, se cubre con mantas y cartones y se encomienda a lo que el frío decida.

Viéndolos, se me ocurre que el mundo sería un lugar mejor si cada uno de nosotros tuviera la obligación legal de vivir una o dos semanas en su pellejo. No es mucho; sólo una o dos semanas por año. Pero en su pellejo y en las mismas condiciones; sin posibilidad de acudir a familares o amigos. Al menos, serviría para que los bienpensantes tuvieran un conocimiento directo de las mentiras que les permiten vivir con tranquilidad, desde los datos falsos de las instituciones hasta la convicción de que ellos tienen más suerte porque son mejores, más constantes, más listos.

Sospecho que ninguna organización política se atrevería a redactar esa ley. Una semana como sin techo; una semana como sin papeles; una semana en una cárcel; una semana como el más explotado de los trabajadores; una semana en cualquiera de los escalones bajos de la sociedad donde se viva. Parafraseando a Engels, la historia se erigiría por primera vez sobre su verdadera base.


Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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