La felicitación · 31 de diciembre de 2019

«Si tomo esta línea aquí y hago un cambio allá, me ahorraré la peste turística de la 1.» Es lo que he pensado yo cuando entro en el vagón y me quedo junto a la puerta, como siempre. No sé lo que ha pensado el que entra después y se sienta en el suelo, pero me da que sus preocupaciones son distintas: ropa sucia, melena revuelta, zapatillas rotas y un periódico gratuito de situación indefinible, porque no se sabe si lo lleva sujeto o se le ha pegado a la mugre.

De momento, estamos bien. Es la madrugada del día 31, y no hay nadie más.

Arranque, traqueteo, varios segundos de velocidad y muchos de carreta nos llevan a la siguiente estación, donde me maldigo. El andén está abarrotado de seres de gorritos navideños cuyo sonido general se parece bastante al de las reses, con la necesaria puntualización de que éstas no hacen sólo muu, sino también moo (inglés), meuh (francés), mo mo (chino mandarín) y boeh (holandés), entre otros. Vienen de las precampadas de Sol, adonde llegaron tras procesiones interminables y colas insoportables que superaron a duras penas para llegar a ninguna parte y mugir como ahora hasta que la policía los largó. Una fiesta, vamos; originalidad e inteligencia en estado puro. Y, por supuesto, entran empujando. Y, por supuesto, llegan cargados de odio, aunque algunos intentan disimularlo por el bien de las víctimas medio asfixiadas que llevan a sus pies (niños). Y, por supuesto, ocupan todo el espacio, salvedad hecha de los tres o cuatro centímetros de asco que dejan al hombre del suelo.

Son ese margen y mi altura lo que permite que nos veamos las caras, exclusivamente. En otras circunstancias, no nos habríamos mirado; pero las de esta noche nos convierten en algo parecido a familiares —ya que amistad no hay—, y nos cruzamos comentarios y reflexiones mudas durante el trayecto.

Las puertas se abren y cierran una y otra vez, expulsando menos reses de las que admiten.

Al cabo de cuatro estaciones, decido que la niebla y el frío del exterior son preferibles a la horda y escapo como puedo, tras despedirme visualmente de mi primo. ¿Seguirá el periódico pegado a su mano? Supongo que sí. Sus ojos dicen (en idioma desconocido): «Menuda panda de gilipollas», y los míos replican (en castellano): «Menuda panda de gilipollas». Si eso no es una felicitación de Año Nuevo, que venga un dios y lo vea.


Madrid, 31 de diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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