Los signos y los portentos · 25 de noviembre de 2020

1) No le falta razón al badulaque que mira la pantalla de Argüelles y musita «qué horror». El problema es comparativo, porque el móvil que estudiaba antes como perro en celo muestra algo más deplorable: otra dosis de pensamiento único, manipulación informativa y contracción general de la inteligencia a cargo de una cadena de televisión; en este caso, pública y de un Gobierno que se declara de progreso. Ahora bien, cabe la posibilidad de que su enojo sea de origen más liviano. ¿Será que su mensaje no ha salido? Quizá lleve media tarde en este andén, esperando a que el rectángulo superior de caritas y colorines reproduzca lo que él escribió en el rectángulo inferior de caritas y colorines: su felicitación de cumpleaños a Scarlett Johansson, por absurdo que parezca. Yo llegué hace tres minutos, y ya han pasado unas cien. «Te adoro», «te amo», «¡diosa!», «quiero ser como tú». Levanté la vista por ver si daban el tiempo y me encontré con esa delicia cultural del siglo XXI. Por suerte, ya no oigo las carcajadas de Goebbels. Estaré perdiendo oído.

2) Fuencarral, casi vacía; Colón, vacía; Valverde, vacía y Barco, por supuesto, vacía. No hay nadie hasta Gonzalo Jiménez de Quesada, donde una prostituta muy entrada en los cincuenta se gira hacia el sonido de mis pasos, me calcula y vuelve a su difícil empresa, la de encontrar un cliente en el desértico cruce de Desengaño. En la Gran Vía, el panorama fuencarralea, pero vuelve a barquear en Salud y sólo se anima en Carmen por las «personas en situación de pobreza» (antaño, pobres) que duermen al abrigo de la oscuridad y sueñan con ser «personas en situación de riqueza» (antaño, ricos). Como aún es pronto, no han tendido sus sacos. Tres de ellas mantienen una conversación que pillo al vuelo, y que no se diferencia mucho de la que mantenían ayer tres chicas de mi barrio. Preocupación, desesperación, hastío: aquí, sin ira y desde el fondo del pozo; allá, con ira y colgando del brocal. Tras cruzar la plaza, tomo San Alberto, salgo a Montera y me planto en Sol. Todas las calles que dan a esta especie de mesa ciclópea, llena de objetos desparramados por un gigante invisible, terminan en policías a pie o sentados en sus coches. No sé por qué, obviamente. A falta de mimbres y en pleno grito de sálvese quien pueda, el único subversivo que tendría el arrojo de presentarse es el gigante de la metáfora anterior.

3) La subida a Cruz es de «no, gracias», «no, gracias» y «no, gracias» en respuesta a las invitaciones de los tarjeteros de los clubs, que casi se están volviendo estoicos de tanto hablar a la nada. Luego, Espoz y Mina se tranquiliza y, a la altura de la bodega, mientras me lío un cigarrillo, escucho: «Siempre he creído en los ángeles». Es una pija de buen ver, y la flanquean dos personajes con pinta de ultras campestres que, en su afán por llevársela al huerto, compiten en fervor: «Yo voy cada semana a Jesús de Medinaceli», miente uno, y otro contraataca, sin ruborizarse: «Nuestro Jesús de España». Curiosamente, estoy a diez metros de la plaza del Ángel, mi destino; pero dejo los signos y los portentos para luego, porque justo entonces aparece uno de mis ahijados y pide metal del que compra cosas. Hoy no se encuentra bien. Lo achaca a la niebla de hace unos días, «que empapó los cartones».


Madrid, noviembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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