Por una vez · 31 de diciembre de 2020

Ya despunta el toque de queda cuando, volviendo adonde vuelvo, veo tres coches de policía que ocupan toda la calle. Están delante, a unos diez metros de mí y a más o menos siete de los dos negros que van cuesta arriba, igual que este blanco. Cuando los dos reparan en los tres, que contienen seis agentes, fruncen el ceño y bajan a paso corto, dando por sentado una redada. Yo hago y pienso lo mismo, aunque con menos preocupación; a fin de cuentas, no estoy en el campo primero de la sospecha oficial (el perfil racial) y, como no soy joven (ventaja en estos casos), me suelo librar del segundo (el perfil socioeconómico) porque el poder tiende a creer que el zorro pobre sabe más por nuevo que por viejo y lleva más cócteles Molotov. Pero bueno, seis en la boca de Tirso y dos más uno en el cuello del Mesón de Paredes; total, nueve. Y, justo entonces, aparece un cuarto coche por detrás, de tal manera que los dos negros y este blanco nos quedamos en medio.

Mis dos compañeros de burbuja intervehicular levantan las manos. Yo hago como que floto en Andrómeda, contando estrellas. Del cuarto coche descienden los dos agentes de rigor, un hombre y una mujer, que suben respectivamente por la derecha y el centro; él, por donde no hay nadie y ella, por donde estamos nosotros. «Abran paso», ordena la octava pasajera de los cuatro coches. Ahora somos un atentado a la distancia de seguridad, casi un botellón de Nochevieja: los seis de vanguardia, los dos y uno que estamos como los jueves y los dos de retaguardia; once en total, bastante gente para un espacio que se ha reducido a cinco metros. «Abran paso», repite de usted; «esto no va con vosotros», añade de tú. En el desconcierto que provoca su afirmación, los manialzados se miran, me miran, la miran y dicen cosas como «¿no?», «¿en serio?» y varios peros de desconfianza, acostumbrados como están a que los paren e identifiquen cinco de los días que acaban en «s» y dos de los días que acaban en «o». La agente se da unas palmaditas en la porra, nada más. Yo me echo a la izquierda, ni en avance ni en retroceso y, al oír que insiste («que no, que no va con vosotros») pienso un «¿seguro?» y una frase de la Lena de El celoso, de Diego Alfonso Velázquez de Velasco: «Mirad que con la prisa no se os caiga alguna mentira».

Por una vez, no cae ninguna. La octava pasajera, cuya coleta oscila a lo rabo de Alien, se sonríe y se suma a los suyos, que desaparecen en un portal en fila india. Falta bastante para el 6 de enero; aún estamos en el año anterior, pero cualquiera diría que los tres magos de Oriente esparcen oro, incienso y mirra desde el monumento al alivio de dos negros y un blanco de Madrid, ciudad de acróbatas. Después, se oyen gritos y golpes procedentes del portal. Mis compañeros se despiden de mí (amistad por contexto) y se marchan a toda prisa (tampoco es cuestión de tentar la suerte), dejándome en los cinco metros de un coche por detrás y tres por delante. Sólo tengo que llegar a la plaza, en demanda de la Línea 1. «Vires acquirit eundo», querido Virgilio.


Madrid, diciembre.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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