Nieve · 11 de enero de 2021

El sendero tiene forma de arco. Lo abrí de madrugada, pegando patadones con mis botas de «si vis pacem, para bellum» sobre un boceto que los vecinos dibujaron con los pies, creo. Quedó razonable, y es el que tomo el domingo por la noche para salir al carril despejado del asfalto, porque lo de las aceras es un mapa de la especulación inmobiliaria: en los edificios donde vive gente, alguien se ha tomado la molestia de despejar la entrada, ramitas incluidas (no ramones); en los edificios donde no vive nadie o casi nadie, nadie ha despejado nada o casi nada, así que todo es un conato de camino sin conexión con el siguiente conato de camino, y con el agravante de que la práctica totalidad de los cruces tienen tanta nieve como ayer. Por donde paso, la única excepción (relativa) es la zona de tiendas de Fuencarral. Se nota que, a falta de ventas, han tirado de pala y que, si hubieran tenido sierras, cuerdas y carretillas, también habrían limpiado los restos de todos esos árboles tan maravillosamente elegidos, cuidados y plantados que se han jodido en masa mientras sus hermanos de otras épocas (Luchana, Tribunal, etc.) no han perdido una hoja.

Mi largo y clavatacones periplo hacia el centro roza aquí y allá las vidas de esos seres moralmente despreciables que, en lugar de seguir el «quedaos en casa» de los seres sensibles con casa (y a veces, jardín), se empeñan en ser pobres y dormir al raso. Como de costumbre, hay quien intenta sacar para un sándwich (sin esperar a que la dirigencia del Reino arregle las cosas) y, en el colmo de la subversión, me cruzo con una mujer que extrae las bombillas de uno de los adornos navideños derrumbados con afán de hacer negocio en algún paki. No se cortan ni en la comunión colectiva de SOMOS UNA SOCIEDAD y ESTO ES UNA GUERRA QUE GANAREMOS JUNTOS. Pero, descontada la enojosa existencia de los sin techo, no hay duda de que el ambiente es de júbilo y esperanza, como resumían el sábado los desempleados que se habían montado un bar con tres cervezas en mitad de la calle: «Lo que nos faltaba». Pues sí, asentí yo, y me lo voy repitiendo entre miembros forestales amputados hasta que llego a la Red de San Luis, donde alguien grita CABRONES, CABRONES, agradeciendo quizá el proceso general de precarización, tercerización y privatización sin el cual no se podría dar la circunstancia de que cualquier tropiezo se convierta en una catástrofe y, por tanto, en una oportunidad para que los responsables políticos salgan de sus residencias-de-hacia-la-Sierra, miren hacia la urbe y ejerzan de héroes en los medios, que para algo están.

A las once, cuando la nieve que iba para hielo hace icebergs, doy media vuelta. El frío empieza a zaherir; las botas, a no clavarse. Habrá nevado mucho (ha nevado mucho), pero no lo suficiente para que este domingo de enero hable con palabras nuevas y muestre la proverbial luz al final del túnel. Al pasar junto al Humilladero de Nuestra Señora de la Soledad, me detengo donde unos pistoleros asesinaron el 12 de julio de 1936 al militar republicano José del Castillo y miro el solitario y destrozado olivo de la plazoleta, metáfora del país. ¿Vendrán tiempos mejores? Por si acaso (no, sí, mi decisión sería la misma), busco la puerta barroca del Hospicio y reitero una tradición, saludar a Fernando III por poeta, por padre de un escritor llamado Alfonso X y por responsable del Libro de los doce sabios, una de las grandes obras didácticas de la literatura medieval castellana. El hilo debe sobrevivir, me digo siempre. Luego, aparece la china que me vende cartones de leche y me regala una naranja. El viernes compré dos kilos.


Madrid, enero.


— Jesús Gómez Gutiérrez


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